Hace 17 años que Julia (Natalia D'Alena) no volvía a la casa de su infancia. En ese pueblo perdido en el campo, la acompaña su pareja Ana (Daryna Butryk) y la aguardan un desfile de animales embalsamados, las sombras de un pasado indecible y la obligada espera de la venta de la propiedad. El director Ernesto Aguilar, quien cimentó su trayectoria en incursiones en el terror y lo fantástico, historias de zombis, sectas y magia negra, instala el regreso de Julia en una atmósfera de pesadilla, plagada de ecos sonoros y sueños diurnos.
Sin embargo, desde el comienzo algo no funciona. Aguilar entreteje los signos del género con un trasfondo de violaciones, abuso y violencia familiar. Sus personajes se deshacen en los giros del guion, convirtiendo el relato en una serie de episodios efectistas que se desprenden de esa inicial inquietud para derivar en una exhibición de actos tortuosos, un erotismo de mal gusto y una resolución digna del peor cine de explotación.
La puesta en escena, con ideas más complejas que las que aparecían en La gracia del muerto oLucy en el infierno, y algunas sólidas actuaciones -como la de Natalia D'Alena, que se carga toda la película- se terminan vaciando de sentido en tanto no hay sutileza posible frente a ese universo trazado en líneas gruesas, a personajes con diálogos y conductas imposibles y a un uso especulativo de todas las formas de violencia.