Un personaje, una actriz. Una pequeña gran historia, una gran actriz, una pequeña película. Así podría definirse El secreto de Maró, en la que el personaje del título es vehículo para recordar el genocidio armenio de un siglo atrás, reflejar algo de la vida de quienes llegaron a Argentina huyendo de esa tragedia, y también, en buena medida, poner como centro algunas circunstancias propias de una persona adulta mayor.
Que dicho personaje sea una mujer de carácter fuerte que le escapa a la sensiblería es un acierto, tanto como el hecho de suavizar sus recuerdos dolorosos con una afición por las plantas y la comida: de hecho, Maró es cocinera en un club armenio en la ciudad de Buenos Aires, cuya vida parece transcurrir sin demasiados sobresaltos hasta que la estabilidad laboral y las tradiciones comienzan a estar en peligro. Como transcurre en 2003, el film juega con la posibilidad del reencuentro de la nonagenaria mujer con algún familiar (internet comenzó a facilitar la investigación), o al menos soñar con esa contingencia.
Manejando con precisión sus recursos de actriz, Norma Aleandro logra que esa anciana malhumorada y testaruda (“Si yo digo que está mal, está mal” grita en un momento) resulte finalmente querible. Se agradecen sus esfuerzos por no hacer de Maró una macchietta, en tanto tienen gracia y espontaneidad las conversaciones con sus compañeras de trabajo encarnadas por Lidia Catalano (con quien Aleandro compartía algunas escenas en La historia oficial) y Analía Malvido, sin caer en gritos o excesos. Más subrayados son los rasgos con los que se define al personaje de Manuel Callau y las situaciones en las que interviene Héctor Bidonde.
La casi ausencia de exteriores y el tono aniñado de algunos diálogos hacen que El secreto de Maró pase, de a ratos, de la comedia dramática contenida con aliento testimonial al raso entretenimiento de estética televisiva. Si el lema que la protagonista repite (“Preservar la memoria”) es tan loable como cierta idea de empoderamiento que representa junto a sus amigas, resultan objetables la blandura y el paternalismo que terminan diluyendo la fuerza de la película.