Un film climático sin vitalidad
Entre las grandes intrigas del cine de los últimos años deberían figurar los motivos por los cuales Sofia Coppola quiso hacer una nueva versión fílmica de la novela de Thomas Cullinan. En 1971, Don Siegel como director -uno de los más potentes del cine estadounidense- y Clint Eastwood como actor entregaron su propia The Beguiled, titulada aquí El engaño. Tanto esa versión de hace 46 años como esta actual tratan de la relación de un maltrecho soldado de la Unión con las mujeres sureñas que le dan cobijo y curan sus heridas. Hay un tono ominoso y de interés sexual y amoroso, y de danza de los personajes femeninos alrededor del único hombre. En realidad, en 1971 podríamos hablar de danza, porque la película tenía más movimiento. Y además mayor oscuridad en el personaje masculino -el de Eastwood perturbaba desde el inicio, el de Colin Farrell es tan blando que sus peripecias finales suenan extemporáneas-, más frontalidad y mayor presencia del deseo.
Coppola hace una película meliflua, chirle, lánguida (como viene sucediendo con su cine después de Perdidos en Tokio), que aniquila de entrada la idea de progresión narrativa en aras de los climas, buscados más que nada mediante planos generales vaporosos con contraluces orquestados alrededor de velas y ventanas, o contra ellas. Los personajes de Coppola se alejan cada vez más de la vida y sobre todo de la vitalidad, carecen de deseo, y cuando eso sucede en un film en el que es clave creer que son deseantes todo tiende a una pose vacua.