El enemigo no es lo que parece
Con la versión magistral de Don Siegel como referencia, la remake es una película incómoda, de personajes que replican una sociedad cínica. Pantanos, bruma de ciénaga, y un caserón blanco y sureño en una versión centrada en lo femenino.
El plano inicial descansa en el follaje de la arboleda, entrevé rayos de sol; pero la cámara desciende y los haces de luz se interrumpen, la bruma anuncia una tierra húmeda; mientras, una niña recoge hongos en su cesta. En ese plano está toda la película, lobo feroz incluido. Basada en la novela de Thomas Cullinan, con versión cinematográfica previa de Don Siegel en 1971, junto al protagónico de Clint Eastwood, El seductor se sitúa durante la guerra de Secesión, con un soldado de la Unión gravemente herido y hospedado en un internado de señoritas sureñas. Las damas de blanco cubrirán de cuidados y caridad cristiana al paciente involuntario, en un vértigo que adquirirá semánticas varias, parecidas y contradictorias.
Es a partir de esta superposición de sentidos cómo El seductor se desenvuelve, en función de la mirada repartida que compone -fragmentadamente, coralmente‑ un grupo de siete mujeres, de edades diferentes. Niñez, adolescencia, adultez, distintas instancias que dialogan y confrontan. Entre miradas esquivas y decires sesgados, el grupo se debate en torno a las decisiones sobre este lobo seductor, que ha entrado en la morada y alterado la convivencia.
Entre ellas, es Miss Martha (Nicole Kidman) la encargada de impartir enseñanzas, órdenes y religión. Su cualidad estatuaria, de mirar determinante, la erigen. Pero hay una gradación que, así como voluntariamente provocada -este grupo femenino no deja de ser contraparte del mundo militar masculino‑, contiene también sus propios síntomas de resistencia. El cabo McBurney (Colin Farrell) sabrá dónde tensar la paciencia; su propio apellido, de hecho, contiene fuego, quema. Avivará entonces las llamas aletargadas de este mundo femenino níveo, como una luz que agrieta lo que parece inmaculado.
Ahora bien, el film de Coppola es todavía más. Puede, desde ya, leerse en función de la fricción de género -entre hombre y mujeres, o entre mujeres‑, así como ser parábola hiriente sobre la sociedad de su país. En este sentido, El seductor es recuerdo traumático de una guerra civil que contiene ahora otros matices, denunciados en la forma del patriarcado y en el ejercicio bélico que éste promueve. El plano final, por eso, es una rúbrica magistral: es letal pero también conmovedor, a la manera de un pedido de ayuda; puede ser una cosa, podría ser la otra; también las dos.
En otro orden, si la versión previa -y magnífica‑ de El seductor privilegiaba el punto de vista masculino, ahora es el turno femenino. En todo momento, la película es construida desde la mirada de estas mujeres (¿distintas posibilidades de una sola y misma mujer?), son ellas quienes permiten al cabo McBurney aparecer en pantalla, hablar, o quedar suspendido en el fuera de cuadro. Son ellas quienes le arman (o desarman). Hasta dónde este cabo es un personaje cierto, entonces. Podría ser una aparición, la materialización de un sueño; con cualidades de jardinero, padre y amante; sometido a un cuidado materno férreo: de hecho, la cárcel es referida como figura temida por el propio soldado; tal vez, su miedo se torne verdad.
En última instancia, el notable plano inicial de El seductor sitúa al espectador de manera inequívoca en sueño fangoso, de gótico sureño. El clima de pesadilla es tangible, la bruma todo lo toca. La sensibilidad extrañada de estas mujeres es lo que prevalece, encerradas como están en una morada a salvo del paso del tiempo, con ardores adormecidos o reprimidos. Él podría ser, se decía, un lobo feroz, pero ellas no reniegan de ser brujas, hermosas y fatales.
Sofia Coppola transita estas caracterizaciones desde un cuidado formal que envuelve a sus personajes de candor. Nada es lo que parece, así que más vale andar con cuidado. Pero a no confundir, son varias las lecturas a las que este film habilita. Si McBurney está encerrado, ellas lo están también. La equidad del planteo oficia como una mirada de dardo sobre la misma sociedad, cerrada como está sobre sí, malherida.
Que en El seductor todo y todos sean blancos -con destellos rosáceos, como el atardecer que rebota sobre el frente del caserón‑ no hace más que ahondar en un mismo trauma, en donde lo negro, en tanto contraste y dilema, está inserto o queda fuera de cuadro. La misma guerra, desde ya, dice sobre el problema racial. Y estas damas, claramente también.