Mucho se ha hablado de la última película de Sofía Coppola, El Seductor (2017), como si nos encontráramos con una versión nueva de la que protagonizó Clint Eastwood en 1971, bajo el mismo título y basada en el libro A Painted Devil (1966) de Thomas Cullinan.
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Si bien las comparaciones son inevitables, Sofía Coppola dejó bien en claro que lo suyo no fue una remake sino una recreación de la película de Don Siegel. Lo que quiso lograr la directora, además de una mirada totalmente invertida del film original, parecería ser, desde mi punto de vista, una reivindicación hacia los personajes de su primera película, Las Vírgenes Suicidas (1999), también basada en un libro, en este caso de Jeffrey Eugenides.
De hecho, una de las actrices principales, Kirsten Dunst, actriz fetiche de Sofía Coppola, actúa en las dos películas, como Lux, una de las adolescentes Lisbon en Las Vírgenes Suicidas y como Edwina Morrow una de las maestras de la escuela para señoritas regida por Miss Farnsworth —papel interpretado por Nicole Kidman— en El Seductor.
A Sofía Coppola le atraen las historias con mujeres encerradas, aisladas y solas. Un microcosmos en donde las fantasías más exacerbadas y siniestras pueden desembocar en el más cruel crimen pasional: el propio o el ajeno. Por eso me parece válido comparar El Seductor —el título más adecuado sería El Engañado— con la trágica historia de las hermanas Lisbon.
En ambos casos todas las protagonistas se unen para un mismo fin: la muerte violenta. En ambos casos todas viven en una realidad que no comprenden: el conflicto de la adolescencia en las cinco vírgenes suicidas y la soledad de una vida que se les escapa a las siete mujeres (algunas todavía niñas) abandonadas a su suerte en medio de la Guerra de Secesión Norteamericana.
Podríamos citar también a María Antonieta (2006), tercer film de Coppola, también protagonizada por la omnipresente Kirsten Dunst. En este caso, la reina consorte de Francia y de Navarra además de ser un símbolo de la decadencia monárquica, es un símbolo del aislamiento en un mundo que corría por otros carriles— como les sucede a las hermanas Lisbon y a las mujeres de la Academia Farnsworth—, un mundo que les es ajeno y que llegado el caso va a jugar el papel de enemigo al que hay que doblegar sin importar los métodos utilizados.
Volviendo a las analogías, en Las Vírgenes Suicidas la historia se asemeja a un siniestro cuento de hadas en el ámbito de una familia acomodada; en El Seductor es un oscuro cuento de fantasmas en los umbríos bosques del sur de los Estados Unidos. Un territorio muy bien retratado por la prosa de grandes escritores como Carson McCullers, Flannery O´Connor y William Faulkner a través de lo que se denominó literariamente como gótico sureño. Autores que vislumbraron otra Norteamérica, la profunda, la que no sale en las guías turísticas, la de la violencia subterránea, la del racismo apenas disimulado y la del alcoholismo como bálsamo para apagar los demonios internos de sus habitantes.
El gótico sureño es una derivación del terror clásico protagonizado en su gran mayoría por mujeres. Tenemos el caso del personaje Merricat, la asesina de Siempre hemos vivido en el castillo (1962) de Shirley Jackson; Bertha Mason, la incendiaria de Jane Eyre (1847) de Charlotte Brönte y la Emily de Una Rosa para Emily (1930) de William Faulkner.
La trama de El Seductor comienza cuando Amy (Oona Lawrence) recolecta hongos en los bosques de Virginia —en ese momento uno de los estados confederados— con una canasta (claro homenaje a Caperucita Roja). En su paseo encuentra a un soldado herido (Colin Farrell). Pero no es un héroe caído en desgracia, es un desertor y un representante de los estados abolicionistas del norte, un soldado de la Unión, es decir, un enemigo. Así y todo, la pequeña Amy lo lleva a la mansión desprovista de hombres y esclavos, en donde pasa sus días y en donde sietes mujeres —maestras y estudiantes— lo reciben, lo curan y lo mantienen cautivo. ¿Por qué no lo entregan? Bueno, lo interesante es que todas quieren ayudarlo a su manera. Se avivan pasiones reprimidas en las mujeres adultas, se despiertan deseos sexuales en las adolescentes como Alicia (Elle Fanning) y su presencia provoca una visión ingenua, como de príncipe azul, en las más niñas. De pronto, el seductor se vuelve el seducido y se ve envuelto en una telaraña en donde cada una de las siete mujeres (otra clara alusión a los cuentos para niños, en este caso a Blancanieves) saca a relucir sus propias apetencias personales. Es como si las adolescentes de la primera película de Coppola ya no se resignaran y se dejasen arrastrar hacia una muerte absurda y sin sentido, sino que ahora están fortalecidas, maduras —las niñas en cuestión parecen adultas, de hecho la más pequeña es la que propicia el desenlace del destino del soldado— y con una soterrada sed de venganza.
A medida que pasa el tiempo y sus heridas van sanando, el soldado John McBurney decide quedarse en la Institución. No es para menos, afuera lo espera la corte militar por haber desertado. Pero lo que McBurney no logra adivinar es que adentro de la Academia Farnsworth lo acechan otros peligros. Las venenosas rivalidades entre sus salvadoras van a impedir que se vaya, aunque quisiera hacerlo. De pronto, el nuevo huésped parece no dar crédito a una situación que lo supera. Cae en una red de especulaciones y secretos, conspiraciones y siniestras muestras de cortesía.
Las actuaciones de todo el elenco, principalmente de Nicole Kidman y Kirsten Dunst son impecables, medidas, casi minimalistas, en donde el poder de la mirada es más eficaz que una sobreactuación. Colin Farrell no es Clint Eastwood, tampoco la directora quiso darle un papel tan preponderante como tuvo el actor de Harry el Sucio (1971).
Para Sofía Coppola el soldado está como un mero disparador de lo que realmente importa: la tensión reprimida que sufren un grupo de mujeres aisladas que siguen educándose entre sí, marginales —a pesar de su condición de clase alta— de una nación a la que rememoran a través del lejano retumbar de los cañones y que siguen a rajatabla las prácticas religiosas con rezos y oraciones al que se dedican con un entusiasmo desganado y, por si fuera poco, con su status quo amenazado por las tropas enemigas.
Por este film, Sofía Coppola ganó el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes, el segundo al que dieron a una mujer en toda la historia del Certamen. El primero y el único había sido para la rusa Yoliya Solntseva en 1961 por la película La epopeya de los años de fuego.
La fotografía de Philippe Le Sourd es preciosista, con escenarios alumbrados solo con la luz de las velas, una estética muy parecida a la de Barry Lyndon (1975), esa gran película de Stanley Kubrick quién también había decidido iluminar las escenas solo con luz natural.
Penumbras que bien le hacen a la película de Coppola, sumándole un matiz misterioso e inquietante acorde con la sensación de peligro; un peligro externo e interno que mantiene en vilo a esas mujeres solitarias por tener al enemigo en su misma casa, aunque claro, depende de quién cuente la historia.