La cosa es bastante simple. Estamos en la Edad Media. Un caballero preparado para la guerra encierra a una bruja en un pozo profundo cavado en la cima de un cerro imponente. Pasan los años. El mal vuelve a despertar. Lo bueno es que cada vez que nace un séptimo hijo de un séptimo hijo, éste tiene potencial para convertirse en un guerrero capaz de combatir las fuerzas del mal. Lo malo es tener que creer que este tipo de genealogía es bastante común, considerando la densidad de población en esa época (más la malaria, la inquisición, etc, a lo que no se hace mención en este caso). Convengamos que es raro, pero como “El séptimo hijo” no intenta en ningún momento tomárselo en solfa, no queda otra que prestar atención a la instalación del verosímil, factor fundamental para este tipo de producciones ya explicado muchas veces en esta misma página.
Sigo.
El mal se llama Malkin (Julianne Moore). El bien se llama Gregory (Jeff Bridges), guerrero de mil batallas que necesita un nuevo paje ante la muerte del actual, luego de intentar encerrar a Malkin quién finalmente termina escapando para reunir un ejército de villanos con intenciones bastante ambiciosas en términos de dominarlo todo. Aquí entra otro “séptimo de séptimo”, Tom (Ben Barnes) que no sabe nada de nada hasta que Gregory lo va a buscar para “cumplir su destino”. Antes la mamá le da un medallón, un poco más grande que una galletita Oreo, indicándole que nunca se la quite. Algo nos dice que ya no habrá sorpresas aquí.
Entre los dos tienen que derrotar a todos los espectros convocados que no siempre se muestran sumisos ante la reina bruja. Hay una escena en la que se intuye una interna peor que la del peronismo de los ’90, pero por suerte no prospera ya que ninguno de los guionistas intenta salirse un ápice de querer imponer una mística forzada, como si intentaran redefinir a J.R.R. Tolkien en poco más de una hora y media. Si a eso le agregamos, no una sino dos subtramas de amor con diálogos de la época de Rolando Rivas Taxista, tenemos cartón lleno.
Obviamente, pese a los intentos del diseño de producción y demás rubros técnicos, la película consigue una buena dosis de bostezos al querer ser más de lo que puede. Dicho de otra manera, es pretenciosa. Todo se hace largo, redundante y poco creíble. Desde el punto de vista visual “El séptimo hijo”· es como estar frente a un monumento imponente, pero relleno de telgopor.
Extraña ver a un equipo tan talentoso en la historia del cine cayendo en picada desde la primera media hora (tiempo suficiente para “tomarlo o dejarlo”), a saber: Marco Beltrami, el compositor de “Vivir al límite” (2008), con una banda de sonido sobrecargada; Newton Thomas Sigel, director de fotografía de gran trabajo en “Drive” (2011); John Dykstra, hombre detrás de los efectos artesanales de “Star Wars” (1977), y siguen los nombres. Es más, hasta los actores parecen haber caído en la trampa de la solemnidad. Jeff Bridges intenta un acento a lo Sean Connery que le sale mal, forzado, sumado a una impronta caricaturesca de Gandalf, la cosa se hace insostenible. Ben Barnes es la nada misma, al lado de lo hecho en la última versión de “El retrato de Dorian Grey” (2007. ¿Y Julianne Moore? Compone a una villana gritona y acelerada que hubiera quedado fenómeno en un cuento de Disney, pero acá es casi paródico, lo cual encajaría bien si no fuera por el tono adusto que le imprime el director a todo el “metraje”. Por cierto, también es inexplicable el trabajo de Sergei Bodrov, otrora responsable de interesantes películas como “Mongol” (2007) o “El beso del oso” (2003).
Tal vez “El séptimo hijo” encuentre su lugar entre los más chicos (de 8 a 12 años, por ejemplo), pero uno intuye a esta altura que con tantas series de TV y tanto video juego sobre magos, espadas, mitología griega, escandinava, etc, etc, difícilmente se instale en la memoria por mucho tiempo.