Personaje de leyendas venezolanas, El Silbón es el alma en pena de un parricida que fue condenado a errar eternamente por los llanos. Se dice que un silbido anuncia su presencia: al revés de la lógica, si suena a lo lejos es porque está cerca, y esa proximidad puede terminar en la muerte. Pero nada hay que temer mientras no se haya sido infiel: hay teorías que sostienen que este mito fue creado en el siglo XIX como un modo de controlar el adulterio masculino.
Con su propia versión del origen de esta criatura fantasmagórica, Gisberg Bermúdez Molero acaba de ganar el premio a Mejor Película Iberoamericana en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre. La historia transcurre en dos planos temporales alternados: en uno se cuentan las desventuras de Angel, quien luego de una serie de desgracias terminará transformándose en El Silbón; en el otro, se muestra cómo una bruja lo invoca para que aceche a un hombre, su mujer y su hija.
El mayor mérito de la película es sugerir y no mostrar, crear un clima ominoso en el que siempre parece que está a punto de suceder lo peor. Eso que Bermúdez Molero denomina “terror elevado” y emparenta con ejemplos recientes como La bruja o El legado del diablo. El más logrado es el segmento con el futuro Silbón en su sufrida infancia y adolescencia, a merced de la crueldad paterna. Es un intenso e imprevisible drama familiar, con una lucida fotografía en exteriores. Y con un monstruo de carne y hueso más terrorífico que muchas criaturas sobrenaturales.
Pero para que El Silbón mostrara sus poderes hacía falta otra historia. Y es en esa otra parte donde aparecen algunos lugares comunes del género que no terminan de funcionar. Pero la incertidumbre se mantiene: a veces porque la narración es confusa, es cierto, pero otras por la pericia de este prometedor director venezolano, que sabe cómo crear un mundo espeluznante.