La mirada del padre
En este relato audiovisual, ópera prima de Agustina Comedi, coexisten –superpuestos, cruzados, aunque sin tensión entre ellos- tres niveles temáticos, cada uno con particulares rasgos estéticos. Tenemos el punto de vista político, anclado en la militancia y la sexualidad secreta de Jaime –padre de Comedi y centro del documental-, trabajado básicamente sobre testimonios de viejos conocidos y compañeros. Luego está el punto de vista personal de la directora, anclado en el redescubrimiento que hace de la historia de su padre: aquí el rasgo distintivo es la voz en off. Y finalmente aparece la propia mirada de Jaime, revelada en las imágenes que él mismo registró durante años con cámaras de video y super8. Sin duda de esto último surge lo más interesante de El silencio es un cuerpo que cae.
Si el conjunto de entrevistas que componen el primer nivel, más allá de sus contenidos, resulta un tanto esquemático y luego la voz en off de la realizadora agota rápidamente su potencial, lo que van descubriendo esas imágenes encontradas es desde un principio el componente que enriquece todo. Una especie de revelador diario íntimo a través del cual su autor, de manera totalmente involuntaria, deja huellas de sus secretos, de su doble vida, de sus deseos. Resulta fascinante cómo al tratar de esconderse en su mirada no hace más que revelarse. Porque nada desnuda más que la propia mirada. Y así, disfrazadas de registros casuales, familiares o turísticos, las grabaciones de Jaime se van convirtiendo en una muy particular puerta de acceso a la intimidad de un hombre que había decidido dejar fuera de campo gran parte de su vida. Hay un notable mérito en el trabajo de montaje de Comedi, quien a través de su propia mirada va recomponiendo y reinterpretando la de su padre. Mejor dicho: la de ese otro Jaime a quien ella empezó a conocer recién luego de su muerte.
Más allá del desarrollo de esta historia de re-conocimiento y de todo el material que se va acumulando con el correr de los minutos, podemos encontrar la clave, el punto exacto donde la mirada de Jaime queda totalmente expuesta, en el comienzo. Es decir, en la fascinación con la que recorre en detalle cada parte del cuerpo del David de Miguel Ángel que se revela. La intrínseca monumentalidad del David, cada uno de sus rasgos tan finamente esculpidos, son resaltados muy sugestivamente por la cámara de Jaime. Y allí, mientras la hija redescubre el otro yo de su padre, la realizadora paralelamente reflexiona sobre el poder de la mirada y la potencialidad de las imágenes. Y es entonces cuando el cine asoma.