Nada, nada
Quien haya leído el best seller para Young Adults escrito por Nicola Yoon (el mismo equipo productor que trabajó aquí ya había adaptado su primera novela, Todo, todo) que traspone esta película podrá juzgar cuánto del lastre que la hunde proviene de allí. En todo caso, mientras Netflix –con mejor fortuna y gusto– busca emular a John Hughes y a todas esas comedias protagonizadas por adolescentes en la década del ochenta, haciendo uso, en sus ejemplos más logrados, del particular carisma de Noah Centineo (La cita perfecta, A todos los chicos de los que me enamoré), las grandes productoras cinematográficas se empeñan en ilustrar con imágenes en movimiento todos esos libros donde, en una suerte de actualización de cabotaje de Romeo y Julieta, una pareja de jóvenes se enamora a pesar de trágicas circunstancias. Generalmente, se trata de enfermedades terminales o de parálisis múltiples, o, como en este caso, de la expulsión de la heroína y de su familia del país en el que han habitado por más de nueve años por ser inmigrantes ilegales.
Maniqueo en el peor sentido (es decir, sin nada de la exuberancia de las estilizadas oposiciones entre lo bueno y lo malo de los viejos melodramas), el film pretende retratar, a la manera de Serendipity (2001) pero sin gracia, el flechazo de la pareja protagónica. Tras conocerse por puro azar –o por un deus ex máchina, como se resalta literalmente en la libreta de poesías de él o en la campera de ella–, Daniel (Charles Melton, de la serie Riverdale), hijo de padres surcoreanos y cuya primera aparición en pantalla, a cuento de no se sabe qué, es mostrando sus esculpidos abdominales, tiene solo un día para enamorar a Natasha (Yara Shahidi, de la serie Black-ish), jamaiquina ella. El día siguiente a este encuentro la bellísima –y fotogénica– morena será obligada por la dura política migratoria de Trump a volver a su país de origen. En medio de los intentos de la muchachita por revertir su situación y la de sus padres y hermano, en apenas 24 horas, y entre cita y cita con un abogado (un John Leguizamo desperdiciado) que podría ayudarla, Daniel y Natasha se conocen y se apasionan el uno por el otro, todo a lo largo de los cien barrios neoyorkinos y al calor de frases como “sé que esto es real”. Mientras tanto, Shahidi y Melton tratan de recrear una química que no tienen y que la impericia de la directora no logra hacer surgir.
Son tantas las malas decisiones tomadas por esta bella colección de postales turísticas de Nueva York que con ellas se podría escribir un libro entero acerca de todo lo que está mal en el cine. Si el guion está repleto de lugares comunes, de corrección política y de pretensión de profundidad y de crítica social, flaco favor le hace la enclenque puesta en escena con la mayor parte de sus elecciones. De un abultado soundtrack que no es posible hallar en IMBd muy probablemente porque de tan extenso no hay server que lo soporte, a cada escena del film le corresponde algún tema musical, en un intento fallido de suplir con pegadizas melodías lo anodino de la dirección de actores, la falta de destreza para darle ritmo al relato y la precaria habilidad para poner las cámaras en la posición correcta.
El sol también es una estrella tiene ganas. Tiene ganas de ser una comedia romántica pero le falta todo para serlo, empezando por ideas cinematográficas. Tiene ganas de ser introspectiva y tan solo resulta adoctrinadora. Tiene ganas de ser un drama adolescente, sin embargo la urgencia, la pasión y el amor son forzados por un guion cursi y una puesta en escena más cursi aún. Tiene ganas de hacer una crítica social pero el trazo grueso y los burdos arquetipos de inmigrantes se lo impiden. El sol también es una estrella tiene ganas y solo termina siendo mala con ganas.