Ayar Blasco regresa al cine con una propuesta pequeña en escala, pero grandiosa en ambición
A una década de su decisiva participación en ese film ya mítico dentro de la animación argentina como fue Mercano, el marciano , Ayar Blasco regresa a la pantalla grande con una película todavía más artesanal, libre, arriesgada y provocativa que aquella en la que había trabajado con Juan Antín.
Para quienes estén habituados a acompañar a hijos, nietos y sobrinos a ver películas infantiles a gran escala, hay que hacer una advertencia inmediata: aquí la animación es en flash (la más barata y sencilla que hay), el lenguaje es muchas veces vulgar (la cantidad de insultos por minuto debe ser récord en la historia del cine argentino, incluidas las filmografías completas de Federico Luppi y Héctor Alterio), las situaciones son por momentos extremas, y los climas, entre surrealistas y lisérgicos.
Esa descripción de El sol no pretende ser peyorativa, pero esta historia de jóvenes en una Buenos Aires apocalíptica luego de una explosión atómica tiene muchos más puntos de contacto con la incorrección política y las apuestas siempre bizarras de South Park o de Beavis y Butthead que con el universo bello e inocente de los proyectos de Pixar, Disney o DreamWorks.
Ayar Blasco hace de sus carencias técnicas y sus limitaciones presupuestarias una bandera, una postura artística, casi una declaración de principios. Aquí no se esconden los problemas, pero se potencian la libertad y la capacidad de sorpresa. En esos movimientos por momentos torpes de Once y La Checo, dos jóvenes marginales que sobreviven gracias a pequeños robos en un mundo en el que todo ha sido deformado por la radiación, en su lenguaje desbocado y en su falta de escrúpulos, el director encuentra, por qué no, ciertos pasajes de belleza y lirismo.
Así, pequeña y delirante, caótica e imperfecta como es, El sol resulta una más que digna propuesta dentro de un género que, como la animación para adultos, tiene aún muy escaso desarrollo dentro del cine nacional.