Una breve escena del final condensa toda la intensidad y la acción que dos horas de película no pudieron construir: un villano gigante y mecanizado, Rhino, hace desmanes en Nueva York y la policía no puede detenerlo. Un nene vestido de Spiderman se le para enfrente y lo desafía. El tamaño de los dos es tan desproporcionado que la imagen logra generar una extraña poesía solo sirviéndose de esa desigualdad. Justo en ese momento, después de una ausencia de seis meses, Spiderman vuelve, le agradece al chico por haber ocupado su lugar mientras él no estaba, se burla de su enorme rival metálico y empieza un combate que queda por fuera del relato. No es común sentirse tocado sobre el final por una película que hasta ese momento no había hecho nada para incorporarnos en su universo, pero en El sorprendente Hombre Araña 2: La amenaza de Electro, impensadamente, ocurre. Esa pelea final, que es menos una pelea real que un juego abierto con los códigos del cómic (hay un super villano, un inocente en peligro, la aparición triunfal del héroe con one liners incluidos), no le teme al maniqueísmo sino que lo explota sin pretensiones y toma de allí su fuerza; en esos breves minutos, el director Marc Webb parece haber comprendido lo que el resto de su película, demasiado preocupada por cumplir con un verosímil psicológico proveniente del drama adolescente, fue incapaz siquiera de imaginar.
En pocas palabras, El sorprendente… se ocupa demasiado de Peter Parker y casi nada de Spiderman; la película se reduce al conflicto de identidad del protagonista y su incapacidad de mantener una relación estable con su novia de la secundaria, Gwen Stacy. El suyo es el relato de un adolescente que se niega por todos los medios a crecer, aunque alrededor suyo, de alguna forma, todos lo hagan: Gwen, su tía May, incluso un enfermo Harry Osborn, todos tienen planes para el futuro o al menos se fijan unos objetivos como ir a estudiar a Inglaterra o conseguir un trabajo como enfermera para pagar las cuentas. En cambio, salvo por algunas fotos de Spiderman publicadas en el diario, a Peter nunca se lo ve trabajar; su espacio privilegiado será la habitación desordenada en la casa de sus tíos. Peter, además, no tiene idea de cómo sostener su pareja, como lo deja bien en claro al principio cuando, amparado en el pedido del padre muerto de Gwen (al que le promete que se mantendrá lejos de su hija para no ponerla en peligro), le comunica que no puede seguir estando con ella. El motivo se siente forzado y parece más una excusa de Peter para continuar viviendo una vida de chico con problemas que, en suma, termina inclinando la película hacia el terreno de un cine adolescente siempre preocupado por la identidad (¿quién soy, cuál es mi lugar en el mundo?, son las preguntas que ese cine se hace habitualmente). Pero se trata de un cine adolescente actual, regido entre otras cosas por la histeria asexuada como única forma de entender las relaciones: Peter y Gwen se dicen que se aman toda la película pero siguen separados, como si el cliché de ver a la persona querida desde lejos fuera una manera segura de posar como un alma torturada víctima de algún destino injusto. El comienzo, cuando se cuenta qué fue lo que ocurrió con los padres de Peter, funciona en esa misma línea: lo fija en el rol de hijo, de niño cuya única tarea es posible es la de vestirse con un traje de colores y salir a jugar al superhéroe, como lo hará otro chico sobre el final (el que le sale al cruce a Rhino).
El contexto del cine adolescente parece alcanzar incluso al malvado Electro, que antes de su transformación era solo un ingeniero patológicamente tímido, resentido e incapaz de cualquier clase de vínculo humano, como el nerd sabio y poco apto para la vida cotidiana de una teen movie. Harry Osborn es compuesto por un actor que pareciera querer copiar a Leonardo Di Caprio en plan de millonario autodestructivo y que en ningún momento resulta creíble. Incluso la gran Emma Stone, que le pone su cuerpo galvanizado y enérgico a Gwen, tiene poco espacio para la comedia, como si la película no la quisiera ver demasiado libre y tratara por todos les medios de encorsetarla en su proyecto de drama. Andrew Garfield vuelve a dar un Peter Parker afectado, demasiado ocupado en parecer un joven casual y con manías, y una vez más permanece a la sombra de Tobey Maguire y su Peter oscuro y profundamente inadaptado.
El desprecio de la película por el género de superhéroes, consciente o no, se evidencia en las pocas batallas que tiene Spiderman y en la manera anticlimática que encuentra para resolver momentos como el de la cámara que recorre una escena congelada para explicar el cálculo físico que realiza el personaje antes de salvar a unas personas de ser electrocutadas. A su vez, la pelea con Duende Verde es fugaz y la acción real de los rivales cede ante la metáfora burda que la película despliega aparatosamente como si creyera que está frente a un recurso ingenioso (el reloj gigante y Peter luchando por detener los engranajes, o sea, contra el paso del tiempo).
Por todo esto es que la última pelea sorprende y parece salida de otra película, porque allí el director muestra (como si fuera una confesión) todo lo que El sorprendente… pudo haber sido, toda la vitalidad, el maniqueísmo y la potencia que pudo haber aprovechado y que prefierió ignorar en pos de convertir la historia de Spiderman en otro drama adolescente del montón con parejas que se histeriquean verbalmente y jóvenes que no saben bien quién son y que se niegan a crecer. No es casual, entonces, que las mejores películas de superhéroes sigan siendo las que tienen protagonistas adultos: las Batman de Nolan (menos la tercera) y las dos primeras Iron-Man son siempre más interesantes que cualquiera de las Spiderman o de los X-Men.