Todos tenemos cuentos tristes
“Nosotros somos contadores de cuentos, reinstalamos el orden con la imaginación”, le dice Walt Disney a la insoportable Pamela L. Travers, la autora de Mary Poppins. Ella se negaba a darle el libro a Disney (“harán una de esas tonterías con dibujitos”), porque detrás de esa niñera mágica estaba su amarga biografía: un padre alcohólico, una madre con tendencias suicidas, privaciones y una tía enérgica que puso un poco de orden y que fue la inspiradora de su personaje. Es un filme curioso, porque le saca jugo a sus defectos. Hancock ha querido contar un hecho de los años 60 con la estética de entonces. Es colorido, ingenuo, lleno de subrayados, estereotipado, luminoso, pero curiosamente esos lunares pueden favorecerla ante la repetida oferta de un Hollywood desgastado por las leyes implacables de los efectos especiales y las extravagancias. Desde esa perspectiva, hace valer su historia. Tiene como puntos altos a Emma Thompson, Tom Hanks y buenos diálogos; y como flaquezas, las escenas que evocan la triste infancia, absolutamente insoportables. P.L.Travers es una australiana avinagrada que vive en Londres. Desde hace veinte años, Disney anda tras de Mary Poppins, un relato casi fantástico que pinta a ese señor Banks –el padre de la autora- como un tiro al aire que le dio lágrimas pero también alas. Y ella teme que la película lo deje mal parado, que manosee su infancia, que banalice su drama. Vuela a Los Angeles y conoce a Disney, pero no quiere firmar el contrato: cuestiona el guión, la música, los dibujitos, los actores. Al final, de vuelta en Londres, Disney le dirá la frase del comienzo: “nuestros cuentos amables reinstalan un orden que el mundo ha perdido”. Y la convencerá al contarle que él también tuvo una infancia desdichada, “porque todos tenemos nuestros cuentos tristes, pero no hay que quedarse detenido en esos recuerdos”.