El magnate, el hombre y el niño
En contraste con la política exterior de su Estado, garante del capitalismo internacional contra viento y marea, el ciudadano norteamericano tiene un estereotipo de afabilidad e inocencia que pocos films han sabido reflejar como este. Es imposible saber si John Lee Hancock, director y ex colaborador de Clint Eastwood, tuvo esto en mente cuando mostró a Walt Disney (Tom Hanks) de visita en Disneyland, ante la mirada incrédula de chicos y grandes, y luego subido a una calesita con su anfitriona P.L. Travers (Emma Thompson), la autora australiana de Mary Poppins, en una de las escenas más logradas y conmovedoras del Hollywood contemporáneo. Cuesta creerlo, pero no importa (si hubiera habido intención, lo más probable, como suele ocurrir, es que no saliera).
El sueño de Walt narra con encanto propio de Disney (en una especie de metarrelato) la paradoja de un hombre que, pese a su poder económico, no puede cumplir el mayor de sus anhelos: llevar a la pantalla la historia de Mary Poppins. Con naturalidad poco frecuente para una súper producción (lograda, en gran parte, por la descomunal actuación de Thompson), Hancock relata la llegada de Travers a Los Angeles y su horror ante el universo Disney que la recibe, literalmente, con decenas de Mickey, Pluto y Donald en su habitación. Travers, una londinense cuya patria es el Commonwealth, rechaza cada una de las sugerencias de Disney y su equipo hasta que accede a la realización del film, estrenado en 1964. Exceptuando los flashbacks de la niñez de Travers, donde el sentimentalismo corporativo se hace presente, El sueño de Walt es fiel al mejor estilo Disney, entrañable y con momentos de buen humor.