Cómo Disney conquistó a Mary Poppins
La película, que narra las circunstancias que rodearon a una de las creaciones más perdurables de su estudio, puede pensarse como una puesta en valor del mito de Walt Disney, una operación montada para quitar las manchas de cierto honor maltratado.
Como ocurre con la ancestral imagen de la serpiente mordiendo su propia cola, puede decirse que en El sueño de Walt –título que acá le tocó en suerte a Saving Mr. Banks, dirigida por John Lee Hancock y producida por los estudios Disney–, hay bastante de esa idea de ciclo eterno e inalterable. No sólo porque su argumento consiste en la dramatización de las circunstancias ocurridas durante la adaptación al cine de la novela Mary Poppins, de la australiana P. L. Travers, todo un clásico de la casa Disney, sino porque toda la parafernalia simbólica de las creaciones del legendario Walt aparece aquí multiplicada con incalculable potencia. A tal punto que el propio factótum aparece como si fuera una de sus creaciones, tal vez la más importante, incluso por encima del propio Ratón Mi-ckey. Esa idea justificaría la elipsis de su apellido en el título local: quien sueña no es Disney sino Walt, el personaje que él (y su empresa) hizo (hacen) de sí mismo. Y hasta se puede pensar la película como una puesta en valor del mito de Walt Disney, una operación montada para quitar las manchas de cierto honor maltratado por las dudas de la historia. Pero mejor empezar por el principio.
Todo comienza en casa de la señora Travers en Londres, justo en el momento en que su abogado la convence de poner fin a los veinte años en que la escritora resistió el asedio de Disney para adaptar su personaje al cine. Es 1961 y Travers (Emma Thompson) decide viajar a Los Angeles para ver qué es lo que Disney (Tom Hanks) pretende hacer con su personaje. De manera un poco obvia, el carácter de ambos personajes resulta una nueva versión del choque cultural entre lo británico y lo estadounidense, en donde lo primero es emparentado con lo tradicional, con cierta pretenciosa dignidad algo enmohecida que abomina de lo novedoso, mientras que lo segundo representa cierto progresismo emprendedor y pujante, de extrovertida simpatía y liviandad. Toda la tensión del relato se basa en esa incógnita: ¿prevalecerá el encanto de Walt, encarnado por un Tom Hanks medido y siempre eficiente, o Travers (una Emma Thompson clásica) persistirá en su rechazo por los musicales y los dibujos animados?
“No quiero dejar mi casa”, dice ella al comienzo de la película, a punto de viajar. En ese momento queda claro que lo que no quiere dejar no es su casa en el sentido físico, sino que no soporta la idea de que lo que hay de propio e íntimo en su obra sea profanado por la banalidad que le atribuye a la obra de Disney. El pasado visto como un hogar seguro al que se ha cerrado por dentro: ésa es la casa que Travers teme abandonar y la llave de esa puerta es la que Walt ansía poseer. Por supuesto la película hará correr en paralelo la historia del tire y afloje entre los protagonistas, junto con la de la infancia de la escritora en Australia, poniendo en primer plano su relación con un padre alcohólico y encantador al que adoraba y que falleció siendo ella todavía niña. Un padre que se convirtió en personaje de su libro y que acaba siendo el Mr. Banks al que el título original de la película pretende salvar.
Como suele ocurrir con las producciones importantes de Disney, el film se encuentra realizado con prolijidad y eficiencia, con todo en su lugar, incluyendo los excesos simbólicos de los que habitualmente suelen pecar. Así, la presencia de Mickey como alter ego de Walt en cuatro escenas clave de la película marca la evolución de la relación entre los personajes, pero de manera un poco burda. E incluso hay algo de artificial e inesperado en la forma en que Travers finalmente decide entregar los derechos de su libro. Por su parte, Disney es mostrado como un tipo cálido y entrador, dueño de una gran habilidad para la manipulación, algo habitual en muchos de los trabajos del estudio.
Finalmente están las cuestiones de honor aludidas al comienzo. En un momento, Walt confiesa que entiende a Travers, porque sabe que entregar las propias creaciones es una forma de perder a la familia. Y menciona el nombre de Pat Powers, un productor de los años ’20, haciéndolo responsable de querer quitarle alguna vez a su famoso ratón. De esta manera se intenta imponer una suerte de historia oficial sobre la reñida paternidad de Mickey, cargando las tintas sobre Powers y eludiendo al mismo tiempo mencionar a Ub Iwerks, el animador con quien realmente se disputó la creación del emblemático personaje. Lo que se dice todo un ejemplo de manipulación.