Más allá de la anécdota que cuenta la película, el dilatado encuentro durante 20 años entre Walt Disney y PL Travers (la creadora de Mary Poppins) alimentado por las rispideces entre la industria cinematográfica americana de los 60 y la tozudez de la dama inglesa, la confrontación entre el “mundo de fantasía” de Disney y la lúgubre madre de Poppins, el contrapunto entre los personajes reales y los animados, lo más interesante de esta película es la ambigüedad que instala en varios sentidos. En primer lugar la inquietante ambigüedad en relación con la figura paterna: esa tensión amor-odio, endiosamiento-culpa que expresa no sólo Travers sino el mismo Disney cuando relata su infancia, como último bastión para convencer a Travers que firme el contrato para hacer la película. La figura paterna (con su ley a cuestas, inefable, insobornable, inconfesable) presente en todo el relato de la dama inglesa, marca a fuego la infancia y la vida adulta de este tenso personaje. A la vez, en una cadena de padres ausentes y presentes, mitológicos y reales, se puede pensar a Disney como el Gran Padre de la industria cinematográfica animada y además el mismo tuvo un padre castigador o para decirlo en términos de cuentos de hadas “malvado” que lo instaba a trabajar desde niño. También el motor por el que Disney busca a Travers y a Mary Poppins es la promesa que el hombre le hizo a sus hijas de pequeñas. La fuerza de los Padres, que tira para adelante y para atrás, que zigzaguea sin rumbo y aparece en cualquier momento, que se impone incólume al paso de los años, forjó las posiciones que estos dos personajes ocupan de adultos, ninguno ileso, todos marcados por los retazos de la mirada paterna.
El sueño de Walt Disney de John Lee Hancock , EEUU, Reino Unido, Australia, 2014
Por otro lado, otra ambigüedad interesante es la del personaje femenino. En una buena actuación de Emma Thompson, con ideas rígidas y tensas que se revelan en su postura corporal, en la comisura de sus labios finitos, en sus brazos doblados simétricamente por el codo, en sus pies perfectamente cuidados, en sus miradas de ojos entornados que destilan disgusto por todo lo que ve. Este personaje parece a veces un hombre por la manera en la que se planta a la dominación masculina imperante en la industria del cine, a la autoridad de estas figuras, que -por qué no pensarlo- fueron los grandes padres de la industria. Este “parecer masculina” de Travers se revela a su vez en su nombre. Durante la película usa tres nombres diferentes, Ginty (como la llamaba su padre), Helen (su nombre verdadero) y PL Travers. Travers era el nombre de pila de su padre y PL remite a Pamela, pero ella usa las iniciales y pide incansablemente que se la llame por su apellido, por el nombre del padre. Estas iniciales denotan una ambigüedad de género, una indefinición. Esta tríada de nombres propios, heredados, puestos, sugeridos, revelan la vaguedad identitaria de la mujer que no puede construirse en su subjetividad, tironeada por el llamado de la herencia (el nombre, el legado y la muerte del padre) y por su presente atormentado y huérfano.
Saving Mr Banks (un acertado título original, lamentablemente distorsionado en su traducción) es un relato ligero, ameno, que en su estética se acerca bastante a las películas animadas, en un manejo de cámaras que va desde las abundantes tomas desde arriba, sobre todo en las secuencias donde a través del flasbacks, Travers revive su infancia; hasta los planos de conjunto sobre todo cuando el equipo de personajes acuerdan secuencias de Mary Poppins, recreándolas. Tal vez, le falte un poco de respiración, de aire, el guión está lleno de frases hechas, como si fuera un manual de autoayuda social.
No es fácil trabajar con un mito. Disney lo fue y lo seguirá siendo, incluso en su incógnita presencia helada. Un mito tan arraigado, tan insalvable, tan perfecto en su imperfección, como el mito del padre primordial y como Travers una mítica Electra tensa y despiadada, cruel e infalible a la vez.