Juan Minujín es un escritor frustrado que da clases de literatura en un colegio de un barrio de las afueras de Buenos Aires en el que comienza a haber problemas de tráfico de drogas. Con Alfredo Castro, Rita Cortese y María Merlino. Estreno: 20 de octubre.
Recientemente divorciado, con una carrera literaria que parece haber fracasado, una hija que lidia con los típicos problemas de la preadolescencia y un padre con un delicado estado de salud, las cosas para Lucio (Juan Minujín) no parecen presentarse del todo bien. Y se le nota en la cara, que fluctúa entre el fastidio y la frustración. Su nuevo trabajo no lo entusiasma demasiado tampoco. Ha conseguido un cargo como maestro suplente de Literatura en una escuela secundaria en Dock Sud, que puede estar a solo unos minutos de Buenos Aires pero es un universo bastante diferente, con sus códigos y tensiones propias.
Se trata de una zona en la que él creció y en la que sigue viviendo su padre, conocido por todos como «el chileno» (interpretado por Alfredo Castro, acaso el actor chileno por excelencia de los últimos años), un hombre que se dedica ahora a armar y mantener un comedor comunitario en el lugar. A Lucio no se le presenta nada fácil la tarea de enseñar algo tan «inútil» como la literatura. Sus alumnos no le prestan atención ya que tienen, claramente, otros intereses y problemas más urgentes en la cabeza. Y por momentos parece que Lucio está rendido a la situación de no poder aportar demasiado, algo que muchos colegas en la escuela ya parecen haber asumido. «Bienvenido a la barbarie», le dice una de ellas, no muy sutilmente.
Pero, mientras lidia con su hija, Sol (Renata Lerman, hija del realizador) que no quiere presentarse al examen de ingreso de un exigente colegio (que no se nombra, pero todos imaginamos cuál puede ser), se sorprende al ver que su ex mujer, Mariela (una poco utilizada Bárbara Lennie) parece tener su vida mucho más reencauzada que él y se pone nervioso por lo poco que su padre parece ocuparse de su delicada salud, Lucio se topa con una situación que lo obliga a cambiar de eje. Un día llega la policía a la escuela, más precisamente a su aula, y se lleva detenidos a algunos de sus alumnos por vender drogas allí.
La noticia genera un previsible caos en el mundo escolar, barrial y hasta en algunos medios de comunicación. Y Lucio se ve en la encrucijada de averiguar, investigar y, en lo posible tratar de ayudar a uno de sus alumnos, llamado Dilan (Lucas Arrúa), a quien la situación lo pone en conflicto directo con un «narco» de la zona (Agustín Rittano). Con la colaboración de Clara, otra profesora del colegio (María Merlino), y pese a la oposición de Amalia, la directora del establecimiento (Rita Cortese), Lucio empieza a enredarse en una complicada trama que se conecta con intereses políticos de la zona y que, por su presencia como figura relevante en el trabajo social del barrio, involucra también a su padre.
EL SUPLENTE, en un estilo que recuerda al de algunas películas de Laurent Cantet (no es difícil pensar en ENTRE LOS MUROS al verla, en especial en las complicadas escenas del aula), lidia con una extensa serie de problemas sociales, que van desde los educativos hasta los ligados a las dificultades económicas, de las conexiones «mafiosas» a los esfuerzos de los que hacen trabajo solidario, pasando por los problemas personales de alguien como Lucio que pertenece a lo que se podría definir como una clase media venida a menos, una a la que todavía le cuesta entender del todo o conectar con personas que viven en situaciones más delicadas.
Ese es un poco el viaje de Lucio aquí, uno que lo reconecte con su lugar de origen, del que pareció salir con intenciones casi de olvidarlo pero al que le tocó regresar y, casi a su pesar, readaptarse. Minujín entiende muy bien el conflicto que atraviesa su personaje y uno ve cómo su Lucio va dejando de a poco cierto egocentrismo (hay un repetido gag ligado a los ruidos que hace al colgar un cuadro en su nuevo y despojado departamento que es evidente metáfora de esa desconexión inicial con «el otro») para pasar a ponerle el cuerpo a una situación que lo atraviesa de lleno.
Y si bien hay algo de «mesiánico» en la manera en la que su personaje funciona tratando de «salvar» a la gente que no consigue salvarse por sí sola, Lerman sabe que su lugar de narración es ese, que no le corresponde, en cierto sentido, observar las cosas de otro lado. Sus películas se apoyan en las contradicciones de esa clase media –las mismas que aparecían en películas previas suyas como UNA ESPECIE DE FAMILIA o REFUGIADO— que se mete en territorios, ambientes y problemas un tanto fuera de sus ámbitos típicos de circulación, ese recorrido que va desde una primera mirada entre desinteresada o condescendiente a una que, finalmente, entiende que el mundo es mucho más grande y complejo que lo que tenemos a mano.