La nueva película de Diego Lerman (Tan de repente, Mientras tanto, La mirada invisible, Refugiado y Una especie de familia) es un notable trabajo de mundos opuestos y héroes inesperados que, sin dudas, es uno de los estrenos nacionales del año.
Un ansiado ingreso a una cátedra que no se materializa termina convertido en dificultosos ingresos a un colegio secundario, rodeado de fuerzas de seguridad tras un escandaloso hecho. Las palabras de Juan Gelman y Jorge Luis Borges no significan nada en comparación al poder de la música urbana. El vino tinto (aquel que se sirve en enormes copas y representa una marca distintiva en los intelectuales de clase media, que refuerzan su posición hablando de bodegas y cargando esas copas en elegantes reuniones, más que bebiéndolo) termina convertido en un vaso de cerveza barata que se bebe en un tugurio ubicado en las profundidades del conurbano bonaerense. Lucio Garmendia (Juan Minujínen una de las mejores interpretaciones de su carrera) circula entre esas dos realidades. Para ser más precisos, en realidad, Garmendia es desplazado de una de ellas para instalarse en la otra. De ser “el profesor” frustrado por perder su cátedra en la UBA, Lucio pasa a ser “el suplente” de literatura a cargo de un curso de jóvenes atravesados por una realidad marginal y que afirman que leer no sirve para nada.
En medio de esa transformación -que atraviesa una estructura similar a la del viaje del héroe-, obviamente habrá resistencia. Uno de los puntos donde se refleja esa negativa al nuevo contexto se ve en la relación de Lucio con su hija, Sol (Renata Lerman, hija del director Diego Lerman en la vida real), que se resiste a rendir el exigente examen para entrar a un colegio tradicional de la Ciudad de Buenos Aires mientras que su padre hace caso omiso a los deseos de su hija. De alguna forma, mientras ve la realidad de ese colegio ubicado cerca de la Isla Maciel, más se obstina en que su hija forme parte de un ámbito -extremamente- opuesto. También en la relación con su propio padre, “El Chileno” (Alfredo Castro), dueño de un comedor en los alrededores del colegio: con diferencias en el “cómo”, Luciotambién sufrirá un miedo similar al de su hija ante la posibilidad de un nuevo colegio. “Nadie se salva solo”, dice «El Chileno» en un momento y Lucio, en la zona de confort que tanto desea, no necesita mucho más que su propio ímpetu.
El suplente es un ejercicio simple pero fascinante de como desenvolverse en mundos contrapuestos, aunque la cámara se concentre -casi- enteramente en una de esas realidades. Porque al igual que en las grandes obras de Clint Eastwood, en la nueva película de Diego Lerman hay un héroe típico que no desea estar donde está, pero no huye del desafío que se le propone. Incluso ante las advertencias que le dan la bienvenida a la barbarie o ante las primeras aproximaciones del peligro. Si hay que elegir la famosa calificación de “película necesaria”, hoy tan en boga desde el estreno de Argentina 1985, podría decirse que El suplente logra ese reconocimiento. Hay algunas transiciones abruptas entre lo minimalista y algunos momentos de tensión en los que el protagonista interviene, aunque en ningún momento desvirtúan el eje principal de la película. Numerosos aciertos de puesta en escena que se explotan a través de las sutilezas, una notable construcción y dirección de personajes (los actores inexpertos que interpretan a los alumnos brillan en todo momento) y las loables intenciones de la historia, atípicas en tiempos donde el cine mainstream nacional prefiere apuntar a realidades no tan habituales en el contexto de nuestro país, hacen que El suplente resulte uno de los estrenos argentinos más importantes del año.