Nacida del cuento homónimo de Joe Hill (hijo de Stephen King), El teléfono negro es un efectivo y, por momentos, terrorífico compendio del universo del escritor estrella de Maine, como si el hijo no tuviera más remedio que reescribir una y otra vez las historias y los tópicos abordados por el padre, esa bestia ubicua del género.
Quizás Scott Derrickson, director de El exorcismo de Emily Rose (2005), de Sinister (2012) y de Doctor Strange: Hechicero Supremo (2016), sea el indicado para poner en escena el imaginario macabro de los King. Y si a esto le agregamos el respaldo de la productora Blumhouse y la participación de Ethan Hawke en el papel del villano, todo está servido para que la película se convierta en un nuevo hito del terror contemporáneo.
Sin embargo, hay algo que no convence en El teléfono negro, algo que falla y que lleva a que la película se vaya desinflando a medida que avanza, hasta culminar con un tropiezo (literal) que quiebra por completo la verosimilitud que había mantenido hasta ese momento.
Si en una película de terror su antagonista muestra demasiada debilidad, todo se viene abajo, por más que tenga buena fotografía, buena música y buenas actuaciones. El villano tiene que aterrar, ser casi invencible (o al menos difícil de vencer), y no un elemento más de la trama. Derrickson desaprovecha a su villano, no le da la suficiente maldad para que aterre de verdad.
Finney (Mason Thames) es un niño de 13 años que vive con su padre (Jeremy Davies) y con su hermana menor Gwen (Madeleine McGraw) en una casa de barrio de clase media baja en Denver, año 1978. La madre se suicidó por tener la capacidad de soñar cosas que luego se hacían realidad, don (o castigo) que heredó la hija. El padre, sumido en el alcohol, trata de cuidarlos y de contenerlos, aunque a veces se le va la mano con alguna reprimenda.
Finney sufre el bullying constate de sus compañeros de grado. Pero pronto lo empieza a ayudar un nuevo amigo, Robin (Miguel Cazarez Mora), quien sabe pelear y quien pone en su lugar a los compañeros que se hacen los malos.
Mientras tanto, en el pueblo desaparecen niños, secuestrados por un tipo con la cara pintada que maneja una furgoneta negra, con globos del mismo color en el interior del vehículo (la referencia a It es inevitable).
Cuando desaparece Robin, Finney queda desprotegido. Hasta que le llega el turno a él, a quien “el Raptor” lleva a un sótano en el que hay un misterioso teléfono negro, por el que Finney se puede comunicar con las anteriores víctimas del monstruo enmascarado (la máscara del personaje de Hawke es un acierto espeluznante). La alegoría del bullying y cómo hay que enfrentarlo queda clara.
A partir de allí, la película entra en una alternancia entre el terror onírico y el terror más realista, que intenta recordar a las cintas de la década de 1970, sobre todo por el tono vintage de la fotografía y por la cautelosa construcción de la atmósfera y del suspenso.
Con simples recursos narrativos (como un corte o una elipsis), Derrickson aprovecha la sugerencia sin maltratar al espectador con subrayados groseros. Pero la película no llega a ser del todo perturbadora, ya que no se adentra en la maldad del “Raptor”. Lo que finalmente la salva es que funciona como una especie de cuento de hadas terrorífico que no sólo dice que los monstruos viven a la vuelta de la esquina, sino que se los puede vencer.