UNA HISTORIA DE HERMANDAD
No es una regla matemática, pero, por lo general, las grandes historias de terror siempre esconden un drama íntimo, que puede ir de lo existencial a lo familiar, pasando incluso por lo moral. Eso lo tuvo claro siempre Stephen King y, según parece, también Joe Hill, que siguió sus pasos como escritor del género. Y lo mismo cuenta para Scott Derrickson, algo que ya había mostrado en los mejores pasajes de El exorcismo de Emily Rose, Sinister y Líbranos del mal, y que vuelve a evidenciar en El teléfono negro, donde adapta un relato corto de Hill.
La película está situada a finales de la década del 70, y no de forma arbitraria: hay un juego con las superficies estéticas y sociales que enlazan a la narración con esa época. La historia se centra en Finney (Mason Thames), cuya vida es la búsqueda de la supervivencia constante: en la escuela, trata siempre de ocultarse o huir de una pandilla que lo busca para usarlo de puching-ball, mientras suspira enamorado por una compañera; en el hogar, debe soportar a un padre (Jeremy Davies) que justifica su alcoholismo y su instinto golpeador en su viudez. Su único respaldo es su hermana pequeña, Gwen (Madeleine McGraw), con quien se cuidan mutuamente y tiene un lazo inquebrantable. En medio de todo eso, rondan las noticias sobre los secuestros de unos niños que se relacionan con un criminal a quien los medios (y también la comunidad) llaman El Arrebatador. Hasta que el propio Finney es secuestrado y se encontrará cara a cara con ese hombre -Ethan Hawke, demostrando una vez más que es un todoterreno-, que porta una máscara que refuerza su carácter siniestro. Sin embargo, contará con una ayuda inesperada: en el sótano a prueba de sonido donde se encuentra encerrado, comienza a recibir llamadas desde un teléfono desconectado que provienen de las víctimas anteriores del asesino.
Derrickson se encuentra frente a un objetivo desafiante, que es el de equilibrar el drama interior del protagonista con la estructura de thriller y el universo sobrenatural que se va configurando con el relato. El realizador lo logra a partir de una puesta en escena que privilegia en primer lugar lo dramático y el punto de vista de Finney antes que las idas y vueltas del guión. Pero, además, le da un gran espacio a Gwen, quien funciona como complemento de la trama en todo sentido: desde lo policial hasta lo terrorífico, pero también, incluso, lo humorístico. Lo último es quizás lo más inesperado y estimulante de El teléfono negro: cómo, en pasajes puntuales, se permite adentrarse en la comedia negra, sin ser para nada sutil, pero sí sumamente efectiva. De esa forma, equilibra lo humano con un mecanismo de relojería que a priori podría sonar un tanto forzado, pero que consigue ser creíble.
Es cierto que El teléfono negro recurre a algunos chiches visuales un tanto exhibicionistas y que redunda en ciertas explicaciones del universo que construye, lo cual atenta contra la solidez de la narración. Pero Derrickson no pierde de vista la esencia del cuento que tiene entre manos y se las arregla para ir acumulando tensión minuto a minuto, apoyándose en la presencia de un villano entre enigmático e imprevisible, al que Hawke interpreta haciendo el equilibrio justo entre lo errático y amenazante. Y, de la mano de ese creciente suspenso, enmarcado en una época donde la violencia era un factor predominante, logra darles las entidades apropiadas a esos dos hermanos que, juntos, se enfrentan contra todos los horrores de un mundo hostil. Sin ser una maravilla, El teléfono negro nos recuerda la capacidad de con