En el final de Las damas del bosque de Boloña, segunda película de Robert Bresson, basada en una novela de Diderot, Agnès agoniza envuelta en el vestido de su casamiento. Fue el instrumento de una cruel venganza y ahora se encuentra en la frontera entre el castigo y la redención. Su enamorado le toma la mano y le suplica: “Aférrate a la vida con todas tus fuerzas. Aférrate a mí. Lucha. Quédate conmigo”. Con los ojos cerrados y en apenas un suspiro Agnès responde: “Lucho. Me quedo”. En esa última bocanada de aire de su protagonista, con los ojos elevados al cielo, Bresson levanta su cámara y preserva el misterio.
Los franceses han convertido al amor en el escenario de varias encrucijadas: entre la vida y la muerte, entre la razón y los sentidos, entre la carne y el espíritu. Allí se debaten los amantes, se arriesgan y se arrepienten, se entregan y se salvan. Siguiendo esa tradición, el director Roman Cogitore hace algo más: entrelaza la experiencia del amor y la del aprendizaje de un nuevo idioma, en un camino que requiere paciencia y confianza, y la entrada en un territorio desconocido que palabra a palabra se convierte en propio.
María (Deborah François) viaja a Taiwán con el objetivo de escribir una novela iniciática, de encontrar aquel material que se le hace esquivo en su vida cotidiana en París. Habla varios idiomas pero, como en el amor, su corazón no se entrega a ninguno de ellos. En uno de los recorridos turísticos de la isla conoce a Olivier (Paul Hamy), metódico y responsable, cuyo aprendizaje de las 14 lenguas que habla nace de una estrategia minuciosa: asociar cada uno de ellos a un lugar en su memoria. El inglés habita en el cuarto de su infancia, el mandarín en un templo de Taiwán, el alemán en el patio del liceo.
El territorio del amor parte de esa asociación entre la lengua y la memoria para seguir el romance entre María y Olivier no solo en sus momentos felices sino en los obstáculos que deben sortear: la diferencia de temperamentos, el imprevisto embarazo, la enfermedad. La textura de la película se adhiere a la mirada de María, a la experiencia de un amor que aprende a poner en palabras, a la memoria de una relación que escribe como un cuento de ficción. Pese a la centralidad de la enfermedad de Olivier, a los vaivenes de su recuperación, la película evita los golpes bajos y se concentra en esa lucha por aferrarse a una vida atesorada, en el aprendizaje de un idioma que siempre esconde sus palabras.
Cogitore no teme adentrarse en un territorio difícil para las fábulas de amor que no contienen sacrificios. Sus personajes mantienen su integridad en sus dudas, nunca se reducen a explicaciones. La memoria de Olivier persiste organizada en espacios: Canadá como un refugio desprendido de su infancia, Taiwán como esa aventura ahora irrepetible. Pero es María quien nos invita a su mirada, ajenas a las certezas, inquieta como el deambular de la cámara por las calles de Estrasburgo o la selva de Taiwán, descubriendo sus próximos pasos a medida que construye su presente y su memoria.