Daba para buena comedia de identidades
Los rusos ya estaban a 10 kilómetros cuando el 24 de marzo de 1945 en las afueras de Rechnitz, Austria, el jefe zonal del partido nazi Franz Podezin y sus amigos culminaron su última orgía fusilando a 200 prisioneros judíos. Después huyeron, protegidos por los vecinos, que nunca quisieron decir nada (y dos que en 1947 decidieron ir al juez, murieron en el camino). Y los restos de los infelices nunca fueron hallados, quizá porque nadie se molestó en buscarlos. Esta película traslada los hechos al ficticio pueblo de Lendsdorf. El municipio quiere edificar justo donde podría haber una fosa común, y un historiador quiere evitarlo, mientras busca pruebas y testigos inhallables. La gente ya está vieja, se olvida, se confunde, o quiere morir tranquila, si es que todavía vive. Al hombre le dieron un plazo en Tribunales. Y encima se le suma otro problema: él, que trabaja en el Instituto del Holocausto de Jerusalem, busca siempre la verdad absoluta, y es judío ortodoxo con toda la barba y no le perdona al hijo que no recite perfectamente su Haftará, descubre que su madre es una falsa judía. En consecuencia, ¡él tampoco es judío. Esto último daba para una linda comedia de identidades. Y daba también para una linda historia sentimental, aquí esbozada, sobre una criadita que halló un lugar de pertenencia en la familia de sus patrones, a quienes acompañó incluso en la desgracia, con un inesperado final feliz. Lástima que el autor no haya sabido unir bien los dos ejes de su relato. Esto, sumado a otros defectos, empaña el resultado. No deja de ser interesante, pero pudo ser bueno de veras.