A John Le Carré, uno de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX, le debemos el haber agregado a los espías al conjunto de herramientas literarias (antes habían sido los detectives privados) que permiten describir la podredumbre de la sociedad global. “El topo” es aún su obra maestra y esta versión cinematográfica no carece de muchos de los méritos de la novela original. En primer lugar, la caracterización de George Smiley, ese espía veterano que debe descubrir a un infiltrado, interpretado por Gary Oldman. Oldman ha comprendido que Smiley no es un aventurero, sino el mejor jugador de un ajedrez humano. Smiley deliberadamente carece de todo atractivo, es gris y sus armas son los gestos módicos y las palabras laterales. Esa invención de Le Carré (que todo el mundo parezca hablar de cualquier cosa aunque estén hablando de otra y los comprendamos) está fielmente llevada a la pantalla.
Pero hay problemas. El primero es la deliberada falta de énfasis: aunque nada es moroso, todo sucede en un universo carente de emociones. Claro que ese era un efecto literario, pero en el cine conduce en no pocas secuencias al tedio. El segundo es el demasiado cuidado de la ambientación, ese “otro lado” del Londres de los `60, carente de color y rebosante de tecnología lo-fi. En cierto sentido, la sobreactuación que eluden los actores cae en el ambiente. Todo es demasiado prolijo, fiel y controlado al extremo, lo que redunda en una ilustración con poca vida (toda la que hay es la de Oldman) de una gran novela.