El pasado de los hombres
Cuando uno ve una película como la estupenda Caballo de guerra, está siendo parte de un ejercicio estético: se pide que el espectador decodifique la narración a partir de una revisión del cine clásico. Sin embargo, su esencia, su fondo, sus temas -la relación entre un joven y su caballo en medio de la guerra-, son tan universales y apuntan tanto a la emoción, que en algún sentido es una película cómoda, ya que puede ser vista con ojos actuales sin mayores inconvenientes. Pero en el caso de El topo, estamos ante un ejercicio mucho más complejo: no sólo el film de Tomas Alfredson luce, está contado, se ve como una película de hace unas cuatro décadas, sino que además su tema era actual para la década de 1970, que es cuando se publicó la novela de John le Carré en la que se basa. El topo imagina un mundo de espías donde el paso de bando entre oriente y occidente genera un conflicto, y si bien hoy ese tema puede ser actual -un oriente que remita a Medio Oriente-, asociarlo a espías comunistas y a otros que son parte del sistema resulta anacrónico, anticuado y, seguramente, poco interesante para una gran porción del público. Sin embargo, así avanza, bastante confiada de sus posibilidades esta El topo (en la década de 1970 hubo una miniserie sobre el mismo texto), que sin ser una maravilla resulta un film interesante tanto en aspectos narrativos como estéticos.
Antes que nada, quiero señalar una cosa: se lee por ahí que películas de espías como estas recuperan la esencia del género y demuestran que no hacen falta historias donde el héroe sea un monigote alimentado a anabólicos, saltando de aquí para allá: léase Misión imposible. En lo particular disfruto tanto de uno como de otro estilo, creo que en definitiva todo se relaciona con un concepto y tanto el George Smiley de El topo como el Etan Hunt de Misión imposible se justifican en la concepción estética de cada película. Una es puro cerebro y reflexión, la otra pura exaltación del vértigo. Dicho esto, pasemos a decir que El topo es un típico relato de John le Carré, donde detrás de la trama de espionaje se cuelan miradas políticas y un humor zumbón, muy irónico, sobre un mundo que suele evidenciarse siempre como decadente. En este film, donde una misión fallida en Hungría desata una investigación sobre la posibilidad de que un doble agente se haya infiltrado en las altas esferas del servicio secreto británico, está contado por el sueco Alfredson con un tempo particular y un sentido del espacio que prefiere los ambientes amplios, introspectivos y despojados, donde los personajes estén, primero, perdidos, y segundo, solos. La luz es siempre escasa, el tono de la película es de un gris que esquiva las emociones y cuenta con un personaje central, con el irónico nombre de Smiley -suena a “smiling”, sonriente- al que Gary Oldman, más viejo y más sabio, le presta un porte lacónico, triste, desprovisto de todo tipo de gestualidad, aunque una media sonrisa o una mirada puedan decir mucho más que mil palabras.
Hay un plano que resulta fundamental para entender el film y, tal vez, para encontrarle un punto contemporáneo, si es necesario justificar el por qué se hacen las películas. Un agente ingresa a un lugar en medio de una investigación y en el fondo, casi azarosamente -aunque se sabe que no hay azar en una producción de estas- sobre lo que parece ser un portón de chapa, un grafiti escrito en rojo sobre fondo blanco dice algo así como que “el futuro es femenino”. Esa frase, que podría ser apenas un detalle temporal de la dirección de arte sobre las militancias sexuales que por aquellos tiempos (el film está ambientado en 1973) avanzaban en el mundo, es un foco que se posa con toda su luz sobre el mapa de personajes que teje Alfredson. En el film la mujer es apenas un personaje fuera de campo, salvo por una ex agente que está internada en lo que parece ser un manicomio. El resto, o son mujeres para seducir en una fiesta o los talones de Aquiles de tipos como Smiley: la mujer es lo que descentra, lo que acerca peligrosamente a las emociones y por eso en este mundo está prohibida, un mundo recto, simétrico, cerrado sobre sí mismo, y por eso absurdo. El universo de El topo, como el de estas burocracias irracionales dice Alfredson, es masculino y la idea de lo masculino, por entonces, comenzaría a entrar en decadencia. Hay también una homosexualidad asordinada que pretende demostrar cómo se iría modificando la visión sobre qué significa ser hombre o, en todo caso, cómo se entendería lo viril, lo masculino. El topo es una película física sin acción: es física porque las acciones de los personajes tienen consecuencias, aunque sea burocráticas. Y, se sabe, la burocracia es el cuerpo del sistema. Aquí hay carpetas, papeles, archivos, hojas, cartas con su peso específico que van de mano en mano, que recorren grises oficinas.
Uno podría reprocharle al film de Alfredson que carece del humor zumbón que Le Carré siempre le imprime a sus relatos, que es un tanto moroso y hasta tildarlo de un poquitín aburrido, incluso se puede señalar que su investigación es bastante confusa y que hay hechos que no se aclaran demasiado y situaciones que se enredan y convierten a ciertos pasajes en un mazacote de datos, nombres, información sin sentido. Sin embargo, a estos problemas de guión, El topo le contrapone un elenco sólido como una roca, unos personajes perfectamente construidos en su soledad triste que evidencian el fin de una época y una puesta en escena elegante, distinguida, a partir de movimientos de cámara sutiles que se corresponden con el accionar de sus personajes y el fondo temático: la secuencia de créditos, por ejemplo, es notable. Alfredson, que antes renovó el film de vampiros con Criatura de la noche, aquí intenta algo similar con las películas de espías a la vieja usanza. Lo interesante en él es que no cuenta desde la nostalgia llorona ni desde la distancia irónica (este no es un ejercicio similar al del neo noir, por ejemplo), sino con la firmeza y la convicción de quien quiere decir algo y sabe cómo decirlo.