El observador solitario
Es una historia de espías, pero alejada de la pirotecnia que podríamos esperar de una de espías del siglo XXI: la pirotecnia visual de James Bond o el montaje frenético de Jason Bourne dan lugar a un prolijo, por demás correcto, elegante y sobrio estilo visual y una edición equilibrada que da lugar tanto como para reflexionar sobre lo que vemos como para perdernos en un entramado laberíntico en un whodunnit (¿quién es el asesino? o en este caso, el topo) que sobrevive a más de una visión. El Topo, basada en la densa novela de John le Carré, propone un mundo asfixiante y burocrático que termina por convertir a los hombres en autómatas, máquinas donde apenas distinguimos algunos sentimientos.
John Hurt es Control -no es una entidad, es un nombre clave- la cabeza del Circo (seudónimo para el MI6, Servicio Secreto Británico) quien apenas comienza la película encarga a uno de sus agentes (Jim Priedaux / Mark Strong) una misión especial: conversar con un desertor húngaro para que revele el nombre del «topo» el infiltrado ruso que está en la mismísima cúpula del Circo, integrada por Alleline (Toby Jones), Bland (Ciarán Hinds), Esterhase (David Dencik) y Haydon (Colin Firth). Cuando Control fallezca de una ataque al corazón, la misión quedará en manos de un ex-agente, George Smiley.
Smiley es el protagonista, encarnado en la impávida cara de Gary Oldman (después de Alec Guiness, formidable también, en la miniserie de la BBC). El apellido parece una ironía, viniendo de otro de los hombres del Circo que nunca sonríen. De pocos gestos, de mirada fija, más gris que el resto de sus compañeros, de movimientos mecánicos, Oldman transmite la emoción interna del personaje a través, claro, de los ojos y de esas enormes gafas. El detective debe escrudiñar un perverso juego de ajedrez, donde su rival no es el topo, sino Karla, un espía británico del cual desconocemos el rostro. Como todo archivillano, plantea el juego sabiendo las debilidades del héroe. El film asume que tenemos la misma inteligencia, concentración y pasividad que Smiley para resolver el enigma. Los planos son largos, con mucha información y muchos detalles. No es un error comparar el ritmo y la estética con los viejos films de espías europeos (incluso en los setenta, algunos norteamericanos eran intrincados, aún cuando hubiera piñas y persecuciones de por medio, como Los Tres Días Del Cóndor). Alfredson utiliza grandes angulares para crear la atmósfera, con unos escenarios impactantes (la dirección de arte es impecable) que van desde las oficinas del MI6 hasta inmensas librerías. La atmósfera bastante lograda nos recuerda a la soledad en la que vivían los personajes de Criatura de la Noche, la película de vampiros del mismo director, Tomas Alfredson.
Como siempre digo, el principal problema con este tipo de película -donde hay un culpable, varios sospechosos y todavía más vueltas de tuerca- es que, una vez resuelto el misterio, la película pierde toda la gracia. No es el caso de El Topo, no tanto por las vueltas que uno le pueda dar a la trama, sino por el espesor que cobran los personajes con cada revelación nueva. Se esbozan constantemente ideas frescas: no es casual que todos estos hombres parezcan más robots que seres humanos. Incluso los personajes secundarios más importantes adhieren una nueva subtrama romántica (que también podría ser el tema central, visto de otro modo).
La edición ayuda a crear esa permanente sensación de confusión, alternando las historias principales con algunos flashbacks, principalmente de Ricki Tarr (Tom Hardy, el próximo Bane) y Peter Guillam (Benedict Cumberbatch, el Sherlock de la televisión). Todo el tiempo trata de desorientarnos (no hay indicadores de fechas ni de lugares, no hay diálogos explicativos que resuman lo acontecido). Esta es la versión adulta e inteligente de Sherlock Holmes (incluso, hay un notorio subtexto homosexual) y una de las películas que más desearía que tengan secuelas. Si no me creen, comparen esta película con Sherlock Holmes: Un Juego de Sombras...