La era de la sospecha
Sobre espías ya hemos visto y leído mucho, y tal vez, a esta altura, a nadie le interese la pretérita Guerra Fría y los dilemas morales de los agentes secretos. El modelo es otro: acción física y distorsión psíquica sin discurso; el contexto de hoy es más impreciso que aquel dominado por el antagonismo entre un mundo bolchevique y otro llamado Occidente. Jason Bourne es nuestro agente, nuestro síntoma.
La elegancia anacrónica de El topo, sus zooms, el uso de la profundidad de campo, los planos generales pertenecen a otro orden (estético) del mundo. ¿Una película de espías sin explosiones ni persecuciones automovilísticas? Del mítico James Bond sólo quedan aquí los gestos de clase y la aristocracia reconocible de Cambridge; quien espere un arma secreta o un automóvil devenido en lancha quedará decepcionado.
El centro narrativo es simple: hay un “topo”, un doble agente, en el alto mando del servicio secreto inglés denominado aquí “El circo”. George Smiley, ya retirado, investigará el caso. Los sospechosos principales son sus propios compañeros. Una fallida misión en Hungría y un agente enamorado de la mujer de un par ruso constituyen una de las múltiples derivaciones. Poco importa saber quién es el traidor: se trata más bien de identificar una psicología colectiva estructurada en la sospecha.
En su magnífica Criatura de la noche, Alfredson se apropiaba del género de vampiros y a partir de eso contaba una historia acerca del desamparo adolescente. En El topo, el género de espías le permite examinar cuidadosamente la soledad masculina, a veces interceptada por reacciones afectivas discretas, acaso indicios débiles de amistad. Es por eso que la escena de las miradas entre los espías durante una fiesta navideña es la escena del filme, única señal de cariño entre hombres cuya austeridad emocional tan inquietante como sincera sintetiza un pathos, una cultura y una época.