Sobre la presencia y la ausencia del tren
Breve, frágil, El tramo es de esos documentales de creación que suelen pasar completamente inadvertidos en el maremagno de la cartelera semanal. Particularmente en este 2014, que va en camino de transformarse en record histórico mientras se arrima sin pausas al vertiginoso número de 150 títulos nacionales estrenados en salas. Presentada hace más de dos años en el Bafici, la ópera prima de Juan Hendel –pergeñada en la escuela de cine documental Observatorio, casa matriz de Caja cerrada, de Martín Sola, entre otros largos y cortometrajes de no ficción– se ubica cómodamente en la intersección del documental de observación, el film de ensayo y el experimento formal, haciendo de su tema el centro de gravitación y, a la vez, una excusa para reflexionar sobre la forma cinematográfica.
“Mi abuelo materno era ferroviario. Tengo una relación nostálgica con el tren que se fue transfigurando con el paso del tiempo”, escribe el realizador en la gacetilla de prensa, a modo de confesión y carta de intención, y su película hace de los trenes –de su presencia pero también de su ausencia– algo más que un simple medio de transporte: metáfora de un país que fue y que algunos intentan, a modo personal y sacrificado, recuperar, al menos en parte. Para el amante del ferrocarril, pocas cosas deben ser más tristes que ver pasar, al costado de la ruta, las vías desvencijadas, carcomidas por yuyos y óxidos, de una red abandonada hace décadas, testigos del paso del tiempo y la dejadez. Pocos lo saben (es la clase de cosas que no suelen transformarse en noticia), pero la Asociación Amigos del Ferrocarril Belgrano –un grupo civil con base en pueblos y ciudades del interior bonaerense como Mercedes y Tres Sargentos– viene recuperando tramos del Ramal G desde hace varios años. Sobre esas vías nuevamente activas monta su cámara Hendel, como un testigo del cambio de algunas cosas y la inmutabilidad de otras.
Pero El tramo no es, de ninguna manera, un documento oficial de esas actividades de recuperación (desmalezamiento, limpieza, puesta a punto de maquinaria), y ciertas elecciones de puesta en escena y montaje, definitivamente elípticos, pueden llegar a irritar a algún espectador en busca de información pura y dura. Hendel evita explicaciones y datos (no hay entrevistas a cámara y los diálogos son casi inexistentes), concentrándose en cambio en las actividades de un grupo de habitantes de esa región, en particular un hombre entrado en años que circula por los remozados rieles de trocha angosta en una máquina de construcción propia, suerte de “ármelo usted mismo” de ensueño. Precisamente, por momentos el film adquiere una cualidad onírica, cortesía de más de un encuadre misterioso y el uso limitadísimo de los planos generales.
Tal vez haya algo pretencioso en la incorporación de algunas reflexiones del filósofo francés Henri Bergson en forma de texto, pero al menos una de esas líneas parece otorgarle sentido pleno a las elecciones formales del film: “Si una parte es igual al todo, ¿qué conserva de la totalidad ese fragmento? Tal vez contenga su causa, su origen”. En ciertas instancias, esa atención al detalle carga de lirismo la pantalla, como si Hendel quisiera retomar en parte el camino del cineasta ucraniano Aleksandr Dovzhenko, en particular el de su clásico Tierra: naturaleza, ser humano y máquina en armoniosa tensión, puro presente que se proyecta como un par de rieles hacia el pasado y el futuro.