Reíte un poco, Besson
La trilogía inicial de El transportador no era gran cosa, pero tenía sus momentos. En buena medida, era sostenida por el carisma del que es el mejor actor de acción de la actualidad, Jason Statham. Eso se podía ver especialmente en la segunda parte, donde Statham ya se había apropiado por completo del rol y Louis Leterrier ya había afinado sus capacidades para construir secuencias de alto impacto realmente atractivas, que jugaban con total autoconciencia con el inverosímil: ahí teníamos esa escena donde el protagonista se deshacía de una bomba plantada en su auto con una acrobacia automovilística que daban ganas de aplaudir de pie.
Teniendo en cuenta que ya había incluso una adaptación televisiva, el desafío de El transportador recargado era darle una vuelta de tuerca que conservara las bases del espíritu original pero que trajera algo de aire y renovación. El problema surge con las decisiones iniciales para esto, consistentes en intentar darle mayor espesor humano -en una operación que guarda similitudes con el James Bond de Daniel Craig- a un personaje que en verdad nunca lo pidió ni lo necesitaba, porque es la pura superficie, el artificio y la pose al extremo. Que la nueva encarnación de Frank Martin sea alguien como Ed Skrein, que tiene menos carisma que una babosa, tampoco ayuda: nunca se le creen sus conflictos y jamás logra entablar una empatía con el espectador.
De ahí que poco importe que al pobre Frank, tan profesional él, le secuestren a su padre -un Ray Stevenson absolutamente de taquito, en un papel de macho mujeriego que atrasa décadas- para que haga un trabajo o que se termine enamorando de una mujer que intenta vengarse de un siniestro mafioso ruso que la tuvo esclavizada a ella durante décadas. También es cierto que en las películas anteriores siempre la mayor debilidad pasaba por las figuras femeninas que se cruzaban con el protagonista, porque intentaban aportar una sensibilidad que nunca salía de lo banal y facilista. Acá eso se repite y es por eso que sólo importan las secuencias de persecuciones, tiroteos y peleas, filmadas a reglamento por Camille Delamarre, con lo único realmente interesante y distintivo siendo la voluntad por humanizar al personaje central a partir del impacto físico: si el Frank Martin de Statham sopapeaba a todos y nunca recibía ni un rasguño, el de Skrein es alguien que recibe unos cuantos puñetazos y en varias ocasiones la pasa definitivamente mal.
Si uno deja de dar vueltas en el análisis, lo molesto de El transportador recargado -tampoco tan molesto, es una película que ni siquiera da para enojarse- es que se pierde la oportunidad de divertirse y divertir a su público. Una escena como la de la operación hecha contra todas las reglas sanitarias, ese personaje del mafioso ruso que hace toda su vida en aviones o esa idea de tres rubias (que no son rubias) convertidas en sofisticadas ladronas internacionales daban para una convocatoria al total delirio. Pero no, eso nunca termina de concretarse y lo que impera es una seriedad digna de mejores causas. Y eso es culpa de Luc Besson, el verdadero sostén creativo de la saga desde la producción y el guión, que no termina de hacerse cargo de que ya quedaron muy atrás los tiempos donde hacía films realmente serios y sólidos en sus oscuridades como Nikita o El perfecto asesino. No, Besson sigue queriendo vendernos una grasada diciéndonos que es algo profundo. Estaría bueno que se haga cargo de lo que es y hace, y que se divierta. Y que nos divierta.