Todas las películas de Ruben Östlund tienen como primer objetivo la provocación. En su ópera prima, The Guitar Mongoloid (2004), una especie de JackAss sin el vuelo ni la irreverencia de la creación de Johnny Knoxville, intentó una radiografía sardónica de la sociedad sueca contemporánea. En la siguiente, Involuntary (2008), enfocó con humor negro el asunto del poder del grupo sobre el individuo. En Play (2011), la apuesta era todavía más ambiciosa: una historia que, en aras de una ansiada originalidad, cambiaba la lógica más habitual de la opresión -niños pobres de origen africano aprovechándose de otros de clase media y blancos- para tematizar el racismo, la desigualdad y, otra vez, el instinto gregario desde una perspectiva presumiblemente atrevida. En Fuerza mayor (2014) el blanco fue la institución familiar. Y en The Square (2017), el mundo del arte contemporáneo, a través de una diatriba venenosa y rimbombante que el Festival de Cannes premió con la Palma de Oro, el galardón que este director sueco de 48 años ganó por segunda vez el año pasado con El triángulo de la tristeza, la película nominada al Oscar que llega ahora a la Argentina y en la que el tema es todavía más abarcativo: el capitalismo, sus inequidades inamovibles y sus miserias evidentes.
Uno de los problemas más notorios de todas las películas de Östlund es el punto de vista: el tono de las historias que imagina siempre es, y lo es cada vez más pronunciadamente, la sátira pesimista, enunciada desde un púlpito que él mismo ha construido para proferir sus amargas conclusiones. Los que lo aplauden seguramente se sentirán como invitados especiales al festival de cinismo que suele teñir sus ficciones, orientadas a tranquilizar la conciencia, más que a diagnosticar con crudeza o analizar con profundidad.
Con su discurso soberbio y asertivo, Östlund queda muy próximo a los mohines artificiales de la aristocracia contemporánea de Hollywood, que se pone de pie unos segundos en la ceremonia de los Oscar para clamar contra las discriminaciones -raciales, de género- y de inmediato vuelve sin culpa a la apatía con la que legitima el resto del año a una industria que no se caracteriza justamente por su humanismo. Más que plantear preguntas, su cine se obstina en ofrecer respuestas.
En El triángulo de la tristeza, un oligarca ruso discute con el capitán marxista y aficionado al alcohol de un crucero de lujo (el personaje de Woody Harrelson, la estrella más cotizada del film), una pareja de ancianos ingleses revela livianamente que se dedica al tráfico de armas, una pareja de glamorosos modelos es ridiculizada para alertarnos sobre el activismo frívolo y una filipina que se gana la vida como personal de limpieza del buque se transforma en una tirana rigurosa en cuanto tiene la primera oportunidad.
En ese ejercicio de misantropía desbocada, el cine parece pasar a un segundo plano. Hay otros directores europeos que cultivan el escepticismo (Lars von Trier, Michael Haneke), pero en su obra también es posible encontrar más inventiva y sobre todo menos trazos gruesos que en el grotesco al que se entrega Östlund en este relato voluminoso (casi dos horas y media) y efectista donde los problemas de clase quedan difuminados detrás de la fachada de una crítica vaga y generalizada al ejercicio del poder. Más que la desigualdad, es el oportunismo lo que diferencia a los personajes de El triángulo de la tristeza: cuando pueden, nos explica Östlund, todos son malvados y ambiciosos.
Las tres partes en las que está estructurado el relato lucen como versiones degradadas de algo que ya habíamos visto en otras ficciones: inicialmente, en dos películas también fallidas -Prêt-à-Porter (1994) y El diablo viste a la moda (2006)-, luego con un remedo superficial y sensacionalista de La gran comilona (1973), y finalmente con un segmento de cierre que recuerda a un mal capítulo de la serie Lost.
En una de las numerosas entrevistas que concedió para promocionar el estreno de la película en diferentes países de Europa, Östlund se declaró “enemigo del cine de autor”, aseguró que su intención es “hablar de temas relevantes” como lo hace cuando está sentado a la mesa con sus amigos, “de una forma inteligente pero divertida, no en un tono deprimente o pomposo”. También confesó que desea ganar una tercera Palma de Oro en Cannes, una revelación palmaria de las contradicciones plasmadas en El triángulo de la tristeza, contaminada con ese grado de hipocresía que nos suele contrariar cuando lo detectamos, casi a diario, en el mundo de la política.