SHIP OF FOOLS
Las películas de Ruben Östlund son menos películas que dispositivos destinados a producir efectos precisos, obras de ingeniería que se proponen generar reacciones específicas y cuyo diseño incluye la circulación por espacios determinados (los festivales de cine como Cannes). The Square era una sátira sobre el mundo del arte contemporáneo que se fijaba obsesivamente en la miseria humana de sus protagonistas; con esos materiales grotescos, la película proponía una visión de mundo de esas que conquistan casi automáticamente, como por reflejo, el beneplácito de jurados, críticos y público por igual. La misantropía paga bien, más todavía en un ámbito como Cannes; Östlund lo sabe, pero como todo buen salesman, también está al tanto de los peligros del oficio. Östlund conoce, por ejemplo, que la excitación generada por la misantropía en espectadores y periodistas tiene los resultados intoxicantes de alguna sustancia: si se prueba y gusta, el cliente espera de la próxima dosis una experiencia más poderosa. Triangle of Sadness es la comprobación de esa regla. La nueva película del sueco, premiada igual que The Square con la Palma de Oro, se apropia de la fórmula de su antecesora pero la multiplica varias veces por sí misma, como si el cambio de escala y la intensificación del efecto pudieran disimular los pobres mecanismos que lo sostienen.
Del mundo del arte se pasa al del modelaje. Una pareja de modelos igual de vanos y desagradables está en crisis. Se van en un crucero y allí se codean con una selecta comunidad de ricos. Hay una tormenta que pone todo patas para arriba. El barco es atacado por piratas y un grupo naufraga en una isla. Allí se invierten las relaciones sociales: los pobres asumen con malicia el poder que antes padecieron y los ricos descubren los dolores del sometimiento. La serie interminable de peripecias busca producir algo así como un fresco de época, tal como lo explicaron Thierry Frémaux, director de Cannes, y Vincent Lyndon (que fue presidente del jurado que premió la película) en la presentación en el Gaumont. Cualquiera sabe que siempre conviene guardarse de las películas que hacen cosas como tratar de “explicar el presente”, pero Frémaux y Lyndon no, o al menos su rol de embajadores culturales pareciera eximirlos de esos reparos.
Como sea, la película empieza y en pocos segundos Östlund anuncia el tono general. Un periodista entrevista a un montón de modelos masculinos que esperan para hacer un casting. El periodista juega con ellos, se divierte, los manipula, los hace poner caras, adoptar posturas o caminar, sin que los entrevistados noten la humillación. Pienso que es en momentos así donde se juega nuestra relación con las películas: si el espectador encuentra entretenido ese juego cruel, tal vez creyendo que el universo del modelaje (en la película anterior fue el del arte contemporáneo) habilita esa descarga de maldad, entonces el director ya ganó, se metió al público en el bolsillo y ahora solo le queda llevarlo de acá para allá, zarandearlo un poco las dos horas y media restantes.
Por otra parte, el espectador que sintió rechazo ante esa violencia, que alcanzó a notar en esa malicia exagerada la precariedad del prestidigitador, el voceo del charlatán de feria, ya está en alerta y difícilmente pueda participar de la seguidilla de vejaciones que siguen. El corazón de la película se encuentra en el crucero, donde un par de escenas indican velozmente los lugares comunes a identificar: los ricos impunes, cínicos o con buena conciencia, de un lado; la tripulación que se desvive por atender sus caprichos y que es dirigida con eslóganes sobre la eficacia y el optimismo, del otro. El espectador entusiasmado repone enseguida la constelación de ideas que Östlund se propone activar: lucha de clases, desigualdad, el poder del dinero, el sometimiento de los que trabajan, la corrupción de la riqueza. Una vez sedimentado ese suelo de lugares comunes compartidos, la película inicia el grotesco destinado a fungir como crítica social, y que incluye a gente vomitando o cagando, cayéndose, o al capitán del barco recitando ideas del marxismo por el altavoz.
El problema es que Östlund no es un satirista o un observador agudo de la realidad (o un cineasta), sino, justamente, un ingeniero que conoce con exactitud los engranajes que se deben movilizar para producir efectos precisos. En la función del Gaumont, por ejemplo, la gente se rió durante varios minutos solamente viendo a un puñado de millonarios vomitando. ¿Cómo se logra semejante condicionamiento, semejante eficacia? Pasolini o Ferreri, que fueron cineastas, filmaron vómitos, o los sugirieron en el off, pero los entendieron como recurso que les permitía hablar de ciertos temas (la igualdad pasmosa de la biología humana que las jerarquías sociales tratan de diferenciar; la plenitud de los excesos gastronómicos a los que se puede forzar el cuerpo cuando se lo lleva hasta sus límites). También las comedias adolescentes, como la serie de las American Pie, o sus antecesoras menos correctas, estuvieron siempre obsesionadas por lo escatológico, pero ahí había celebración festiva y sin pretensiones, nada más que los placeres del ridículo. No sé de ninguna película que pueda tener a una sala llena riéndose unos diez o quince minutos ante la visión de gente vomitando profusamente, o con diarrea sentada en un inodoro, mientras el capitán (que es algo así como la voz moral del relato) desparrama máximas sobre el socialismo discutiendo con un millonario ruso que critica el comunismo, y que debe salir necesariamente derrotado de la contienda. Los festejos en la función del Gaumont están lejos de ser algo local: como contó Lyndon, cuando él y el resto de los jurados vieron la película quedaron automáticamente fascinados y, secretamente, sabían que habían encontrado a la ganadora, ya que, dijo, iba a ser muy difícil que hubiera otra película así de buena en la competencia.
Como The Square, Triangle of Sadness no es una mala película. Una mala película comete errores, corre riesgos y fracasa, falla en uno o varios frentes. Pero Triangle of Sadness es un objeto de una eficacia formidable, capaz de obtener exactamente aquello que se propone. Por eso no es una mala película, y hasta parece difícil verla en general como película: parece más bien un mecanismo de relojería de una eficiencia y precisión notables, casi geométrica (como los títulos mismos de las películas sugieren). A la avanzada de los superhéroes en Hollywood y de las películas-productos para plataformas de streaming ahora hay que sumarle la promoción sostenida por festivales como Cannes de artefactos como los que diseña Östlund. Son malas noticias para el cine y para los espectadores que no estén dispuestos todavía a reírse durante diez minutos seguidos de ricos vomitando.