Qué distinto hubiera sido si el sueco Ruben Östlund continuaba indagando en esa discusión de la pareja de modelos al comienzo de El triángulo de la tristeza, cuando en un restaurante de lujo el joven Carl (Harris Dickinson) se enfurece porque su novia Yaya (Charlbi Dean, fallecida recientemente) se hace la distraída con la cuenta que hay que pagar.
Esos primeros minutos entregan diálogos efectivos y bien actuados, que hacen pensar que lo que viene va a estar a la misma altura. Pero no, la ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, y nominada al Oscar en tres categorías (mejor película, director y guion original), se va a pique como el yate de elite en el que viajan los personajes que Östlund usará para dar su versión satírica de la lucha de clases.
Carl y Yaya son dos modelos (e influencers) que comparten la travesía con otros pasajeros adinerados, en su mayoría veteranos, mientras se sacan fotos para compartirlas en sus redes sociales, sobre todo en el Instagram de ella, la influencer estrella. No bien suben al barco, Carl y Yaya empiezan a mostrar celos el uno con el otro.
También aparecen los otros personajes importantes, como el magnate ruso Dimitry (Zlatko Burić), quien, según sus palabras, se dedica a “vender mierda” (en referencia a los fertilizantes que comercia), y el capitán del barco, una suerte de marxista pasado de copas interpretado por Woody Harrelson.
Todo marcha tranquilo hasta que, en medio de una cena con menús de alta gastronomía, el barco empieza a sacudirse violentamente debido a una de esas peligrosas tormentas marítimas.
Los comensales vomitan lo ingerido, van al baño a los tumbos y el elemento escatológico no se hace esperar. Östlund intenta hacernos creer que todos son iguales en su ambición de poder y en su decadencia, tanto los viejos ricos que comen manjares en la parte VIP del crucero como los empleados que están para la atención y la limpieza.
Sin embargo, el conocimiento marxista que intenta exponer no va más allá de un par de citas dichas sin sentido por los personajes de Harrelson y de Burić, que lo único que hacen es reforzar la superficialidad de la película, que de a poco se hunde en un mar de imbecilidad.
Dividida en tres partes, tituladas Carl y Yaya, El yate y La isla, la película muestra durante casi dos horas y media el costado más despreciable de sus personajes, quienes van perdiendo el atractivo y el contenido de sus interacciones, a tal punto que, cuando quedan atrapados en la isla, el director quiere dar rienda suelta al salvajismo de clase, pero lo que hace es dejar en evidencia su desprecio por la clase menos pudiente.
Östlund no puede con su eurocentrismo cheto y, en vez de hacer una película furiosa en contra de los ricos, hace una película que odia al personaje de la empleada Abigail (Dolly De Leon), a la que deja mal parada en todo momento.
Los críticos señalan la misantropía del director al meter a todos en la misma bolsa. Pero lo de Östlund es, en realidad, mera altanería del que leyó los apuntes del cine de autor y no los libros. Lo de El triángulo de la tristeza no es lucha de clases, es apenas un tonto y aburrido desprecio al prójimo.