UN GRITO ADOLESCENTE
El laureado director Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro en 2017 por su largometraje The Square, volvió a hacerse de la estatuilla el año pasado con El triángulo de la tristeza, otro film repleto de metáforas que apuntan a una crítica al capitalismo y la decadencia de las clases altas. Acá la historia sigue, al menos al principio, a dos modelos e influencers que mantienen una relación y obtienen por canje unas vacaciones en un crucero de lujo. Allí la película nos presenta al resto del elenco, un grupo de personajes que no son mucho más que caricaturas de distintos estereotipos del millonario. En el medio conocemos también al capitán del barco, interpretado por Woody Harrelson, quien no es sino un adorno más dentro de ese barco en donde objetos y personas son reducidas por igual a su valor como mercancías y dispuestas para el consumo de los ricos que poseen un apetito pantagruélico. Por si el objeto de la sátira no quedara claro, el capitán, que casualmente es un socialista frustrado, se encarga junto a otro personaje de remarcar cínicamente una serie de discursos ambiguos acerca de la desigualdad social en lo que no es otra cosa que una representación burda de un debate filosófico acerca del marxismo.
Por estos confusos mares navega la obra de Östlund, que lleva a sus personajes de aquí para allá, sometiéndolos a situaciones límite con el objetivo de que afloren sus miserias más extremas. El mundo que construye El triángulo de la tristeza es exagerado, hiperbólico, chillón. Se complace el director en regodearse en el patetismo de sus caracteres sosteniendo la cámara aún en escenas cuyo sentido de ser se pierde rápidamente. Un gesto que parece tener un propósito al inicio pero que como todo en la película termina siendo una apuesta superficial a la saturación y la autoindulgencia. Lo es también la secuencia que es el corazón de la película: una tormenta en el mar con un desenlace alocado y escatológico en extremo. El corazón, sí, porque el largometraje es un exponente de un subgénero que se ha puesto de moda en los últimos años, al que podríamos denominar “sátiras anticapitalistas shockeantes”, dentro del que entran otros largometrajes menos aburridos como High-Rise, Parasite o El menú. Y es que El triángulo de la tristeza es una película de shock, cuya máxima (o mejor dicho única) ambición es impresionar al espectador mediante el método que sea, para cargar a su contenido ideológico de imágenes agresivas que se perciben como subversivas o revolucionarias.
Y es justamente el fondo el mayor problema de El triángulo de la tristeza. Pretende desde el apartado formal lograr trascendencia que no se sostiene con lo que hay detrás. Básicamente, Östlund reproduce una mirada de la clase alta y los excesos del capitalismo que no es innovadora, y lo hace mediante recursos que no complejizan esa visión caricaturesca sino que la exacerban, la intensifican como un adolescente al que se lo ignora y por eso grita con más fuerza.