No más extraños.
Quizás lo mejor de El túnel de los huesos sea la manera en que consigue tomar un hecho de la realidad (la fuga de la cárcel de Devoto en 1991, llevada a cabo por siete internos quienes, a través de un túnel, encontraron un depósito de huesos pertenecientes a presos de la dictadura) y convertirlo en algo cercano, tangible y posible de ser visto desde varias perspectivas diferentes. Por eso es que, en las primeras escenas, vemos a un Raúl Taibo tumbero, de colita y algo hostil que intenta sin éxito hacer que su entrevistador (un periodista pelado y algo caprichoso interpretado por Jorge Sesán) deje de hacerle preguntas para entonces sí abandonar las palabras y el presente y volver, mediante un flashback, al momento de la fuga, allí donde las imágenes y los sonidos (pero por sobre todas las cosas los de una escena en particular) tienen más que una historia interesante por contar.
La fuga se vive en sus diferentes procesos a lo largo de toda la película, pero es el instante en el cual esta se concreta (el escape final de los presos en el barrio residencial de Devoto) que engloba dentro el espíritu de la película y que además resulta tan simple como impactante: la luz de madrugada y el silencio en las calles compensan con misterio la tranquilidad de un viejito con el mate en la mano que, de repente, observa atónito al grupo de hombres saliendo de un agujero en la tierra entre suciedad y nerviosismo y escapa corriendo por las calles. Comparado con otras como la de Crónica de una fuga de Adrián Caetano o la parte en que se relata la huída en el gran documental de Mariana Arruti Trelew, la de El túnel de los huesos es igual de fascinante de ver, solo que Garassino nos permite mirarla y oírla dos veces y a través de dos perspectivas diferentes: la primera, en el principio del film y mediante el punto de vista del viejito, en el que somos tan extraños como él y reaccionamos, ante la escena, con el mismo desconcierto. Luego, y después de vivir todo el proceso junto a los personajes a través del túnel, una “segunda” fuga: desde adentro, empujando casi a la par de ellos ese último pedacito de asfalto para poder salir, y que se vive extraña (y por momentos) culposamente como un alivio de que los presos no hayan sido atrapados.
Lo que podría resultar un logro ajeno y condenable en ese primer escape se vuelve un triunfo colectivo, una causa común que se hace carne en estos siete hombres que parecen, ahora sí, correr diferente. La aparición de los huesos de los muertos en aquel motín (el llamado “Motín de los colchones” en 1978) y, sobre todo, la sucesión de escenas en las que vemos una especie de rito espiritual y el temor y la angustia apoderados de los personajes; todo eso constituye, quizás, ese punto de quiebre. El segundo relato que presenciamos al final cobra entonces otra importancia y significado: ya no es tanto un grupo de presos que, sin voluntad para cumplir su condena y aprovechándose de las fallas del sistema carcelario, intenta escapar, sino un conjunto de individuos que, ante semejante descubrimiento, se carga al hombro la voluntad de denuncia colectiva. La libertad de un grupo de victimarios se transforma, a través de un túnel, en lo inverso: la búsqueda de justicia por las víctimas (aún hoy presas) del pasado.
Con todo, y a pesar de haber revelado el éxito del escape en las primeras escenas, la película consigue crear el suspenso y el interés suficiente como para generar la tensión en cada noche de excavación, en cada mirada desconfiada del guardia o advertencia del doctor, y logra mediante los enlaces entre tomas, el humor, el sonido, los personajes y la profundidad de campo guiar nuestro punto de vista y mostrarnos eso que está contenido en los relatos y que puede resignificar enteramente el contenido de una imagen, que se completa solo volviendo a ver a esos hombres correr, sintiendo el sonido de sus pies descalzos que cuentan, esta vez, una historia diferente.