El show de Michael Caine
La guionista y directora alemana Sandra Nettelbeck (Bella Martha) rodó en Francia una película al servicio de un astro inglés como Michael Caine. El último amor es un auténtico crowd-pleaser, una feel-good movie, un one-man show o, para aquellos que se enojan porque a veces usamos conceptos en inglés, uno de esos films sobre redenciones y segundas oportunidades que, de tan entrañables, rozan por momentos lo demagógico.
Y es precisamente Michael Caine el gran atractivo (y prácticamente la única razón) que justifica la visión de esta esquemática y previsible película. Su Matthew Morgan es un viudo hosco, huraño, malhumorado, que vive solo y deprimido (con tendencia suicida y todo) en su enorme departamento parisino tras la muerte de su esposa (Jane Alexander) ocurrida tres años antes. Pese a llevar ya varios años radicado allí, este viejo cascarrabias no habla una sola palabra en francés porque siempre le cedió a su mujer la tarea de comunicarse con el mundo exterior.
La película está concebida en función del lucimiento de un notable intérprete veterano como Caine, que tiene todo el tiempo necesario en pantalla (y todos los recursos expresivos, claro) como para exponer los múltiples matices y facetas que van surgiendo en su en principio unidimensional personaje, desde aquel encierro inicial hasta su “regreso” a la vida social después de conocer a Pauline (Clémence Poésy), una joven y atractiva maestra de danza que lo saca del letargo (y hasta lo hará bailar a los 81 años).
La llegada de los fríos y calculadores hijos de él desde los Estados Unidos (Gillian Anderson y Justin Kirk, ambos bastante desaprovechados) sólo sirve para exponer los prejuicios de los más jóvenes frente a la posibilidad de que su padre pueda reencontrar el amor a la vejez y la sospecha de que Pauline lo está manipulando para beneficiarse económicamente de la relación.
¿Pocas sorpresas? Es cierto. Pero está Caine (en una papel que por momentos recuerda al Peter O’Toole de Venus) y está París como inmejorable trasfondo. Un enorme actor y una bella ciudad… Dos atractivos suficientes para maquillar las limitaciones del film.