Michael Caine justifica film que naufraga a la mitad
Dicen que la novela en que se basa esta película es muy agradable, y muy delicada: "La douceur assassine", de Francoise Dorner. Por esa novela transitan Armand, profesor jubilado, viudo reciente, una colega también jubilada, y una joven empleada de tienda que ha perdido a sus padres. La cordialidad de la joven reanima un poco al viudo, que la ve como a una hija. O algo así. Ella lo ve como a un padre. O algo así. De su familia, él apenas recibe unas llamadas ocasionales del hijo, y más ocasionales aún de la hija que vive en el extranjero. Es un tema delicado, cuando alguien piensa reparar o reemplazar ciertos vínculos familiares.
La adaptación que ahora vemos mantiene básicamente esas características. Pudor, suavidad, melancolía, son palabras que pueden definirla casi hasta el final. Solo cabe observar algunas variantes, tal vez necesarias para financiar la obra: el profesor es norteamericano, Mr. Morgan, la joven enseña bailes latinos y country. Quien hace de norteamericano es un inglés de pura cepa, que encima mantiene la entonación, pero eso no molesta para nada, porque se trata de Michael Caine, que, con 80 años a la fecha de rodaje, impone su excelencia y su presencia por encima de todo, y justifica la visión de la película. Pero, ay, el último tercio de la misma se desbarranca mal.
Eso es cuando cae la familia del profesor, es decir, el hijo resentido y la hija que justifica plenamente la ilusión de tener una hija distinta. Ellos vienen con exigencias, quieren decidir sobre el padre. De por medio también hay unas propiedades inmobiliarias y unos ajustes de cuentas. Y todo deriva a unas situaciones teatrales alimentadas con viejos conflictos de repertorio. Y, de remate, un inesperado brote sentimental con alguien que no merece sentimientos serios, ni tampoco de otra clase. Una resolución absurda, que tira media película por la borda. Queda en el haber la actuación de los protagonistas, la visión de calles parisinas y de un lago en otoño, la belleza de un par de diálogos (en un banco de plaza, en una casita de campo), y la participación de Anne Alvaro como la colega y de Jane Alexander como la esposa que reaparece cada tanto en los recuerdos, como una presencia momentáneamente viva (una sensación que bien conoce quienquiera que acaba de perder un ser querido). Realización, Sandra Nettlebeck, que venía de hacer dos sencillas comedias de ambiente culinario.