Las virtudes de los lugares comunes
Hay películas que son muchas en una y El último amor, adaptación de la novela de Françoise Dorner, pertenece a este tipo. En el film de Sandra Nettelbeck, realizadora de Sin reservas, conviven muchas subtramas: la del anciano Matthew Morgan, un estadounidense que vive en París y trata (o no) de lidiar con su viudez; la del amor platónico entre Morgan y la joven Pauline (Clémence Poésy), que va creciendo de a poco, luego de conocerse por casualidad en un colectivo e ir compartiendo distintos momentos; la de la propia Pauline, buscando acomodarse sentimentalmente y encontrando en Morgan una especie de espejo en cuanto al dolor que ocasiona la soledad; la del vínculo de Morgan con su hijo Miles (Justin Kirk) y su hija Karen (Gillian Anderson), roto, casi destruido -en especial con el primero-, pero con la necesidad y urgencia de recomponerse; e incluso la de los hijos, con sus respectivos núcleos familiares en crisis. Por suerte, a pesar de todos elementos acumulados, la película jamás se desborda.
Hay que reconocerle los méritos en este logro a Nettelbeck, quien va llevando la narración sin prisas, permitiendo un desarrollo coherente de sus personajes, sin exagerar la nota, con la sapiencia de que ya hay suficiente drama en lo que se está contando y que no se necesita remarcar nada. El último amor atraviesa de este modo multitud de lugares comunes -la presencia casi fantasmal de los seres queridos que ya no están, la conexión casi instantánea entre la vejez y la juventud, la presencia femenina luminosa al extremo, el redescubrimiento de la vitalidad a través del baile, los rencores familiares, las oportunidades de redención, el romance que roza el amor a primera vista- y aunque en varias ocasiones amenaza con descarrilar (los diálogos de Morgan con el fantasma de su esposa hacen demasiado ruido dentro de la puesta en escena y ciertos diálogos redundan en lo que ya sabido), al final siempre se mantiene relativamente estable. En cierto modo, lo que se percibe en la realizadora es una clara decisión por permanecer invisible, por jamás remarcar su presencia, poniendo la cámara en los lugares más lógicos y elementales, sin ponerse por encima de los protagonistas. Se puede pensar en lo que hubiera hecho un Alejandro González Iñarritu con este material -o lo que ha hecho Haneke en Amour- y El último amor es casi lo opuesto: es una película que no niega el dolor, pero que explicita su esperanza en las chances de cambiar ciertos rumbos que parecen inapelables.
La otra decisión tan elemental como inteligente de Nettelbeck pasa por descansar en las capacidades de los actores. Si Kirk y Anderson está sólidos y funcionales, la sinceridad que transmiten Caine y Poésy en sus miradas y gestos es abrumadora. La química que entablan entre los dos inunda la pantalla y hasta sale de ella, logrando una inmediata empatía con el espectador, haciendo de paso que los lugares comunes sean totalmente naturalizados. Porque en el fondo El último amor es eso: un compendio de lugares comunes llevados con fluidez desde el principio hasta el final.