El Chino de Pompeya
El cine –cualquier cine, cualquier género– rebosa de fórmulas. Lo que hace que funcionen y uno no las sienta como tales es algo bastante difuso llamado “verdad”, ni más ni menos el valor que permite al espectador creer religiosamente lo que sucede en la pantalla. Y es algo que no es propio del documental: en la reacción de Sigourney Weaver cuando ve por primera vez al monstruo en Alien hay tanta verdad como en el rostro de la anciana protagonista de La secretaria de Hitler; incluso más. Las virtudes y los defectos de El último aplauso, film de Germán Kral que no elude el disfrute, tienen que ver con esa verdad.
El film narra la historia de tres cantantes que solían presentarse en el mítico bar El Chino, de Pompeya, ya una vez motivo de un documental. Al cierre del lugar, los tres personajes abandonan casi el canto; al final de la película, vuelven en busca más de un renacimiento que de una revancha. No se trata de artistas consagrados, de nombres famosos, sino de personas que se transforman en verdaderas estrellas al subir al escenario. El tema de la película, por lo tanto, es la inefable relación que establecemos con el arte.
Pero el film de Kral rodea este tema de manera diletante: ni profundiza en él ni lo olvida del todo. Como si el realizador, enamorado de sus criaturas, hubiera permitido que éstas tomaran las riendas del film. Es cierto que eso lo lleva a algunos tiernos hallazgos, pero también –y esto es un enorme problema– a cierta falta de rigor que desluce el resultado final. Lo mismo con algunas ficcionalizaciones que, claramente, conspiran contra esa verdad que da fuerza a las buenas películas.
De todos modos, hay un acierto, también: el intento permanente de ver a los cantantes no desde el lugar de lo extraño o pintoresco sino al mismo nivel, asumiendo que lo extraordinario vive –lógicamente– en lo cotidiano. El cierre tiene la misma carga de emotividad que el final feliz de un blockbuster, algo que, digámoslo de una vez, es más una virtud que una carga.