La importancia del discurso y las dinámicas de poder en relación a la verdad se ponen de manifiesto en la nueva película de Ridley Scott, una de las dos que estrenará en 2021, a sus casi 84 años. Un director que tiene la extraordinaria capacidad de navegar casi todos los géneros, sin encasillarse en ninguno, complaciendo a la industria y a los amantes del séptimo arte por igual. Su filmografía es tan irregular como brillante y ha demostrado que puede cargarse al hombro tanto un drama existencialista de ciencia ficción como una épica histórica de gran presupuesto, entregando dos clásicos hollywoodenses que resisten el paso del tiempo, ya sea que el público los acompañe en taquilla o no.
En el caso de The Last Duel (2021), la nula campaña publicitaria de la película, enmarcada en un género desgastado que parece no tener mucho más que decir, junto a una elección muy llamativa del elenco, le jugó en contra en su desempeño en las salas en su fin de semana de estreno. Pero si hay algo que Scott demostró es que todavía puede sorprendernos y entregar una magnífica obra que de alguna manera resuena con aquel primer duelo con el que ganó el premio a mejor ópera prima con The Duellists (1977) en el Festival de Cannes que vio nacer su carrera. En este caso, vuelve a conjugar un guion basado en una novela histórica con su virtuosismo para la puesta en escena en el contexto de una Francia pasada.
Ambientada en el siglo XIV, en los albores de una de las más importantes sociedades modernas, The Last Duel nos presenta el último juicio por combate que se llevó a cabo para definir una disputa legal. Pero antes de poder presenciar la definición de esta brutal y sangrienta contienda, somos testigos de los hechos que llevaron a ese momento cúlmine a través de los ojos de sus tres protagonistas: el escudero Jacques Le Gris, su amigo y rival; el caballero Jean de Carrouges, y la esposa de éste, Marguerite de Carrouges, quien acusa al primero de haberla violada. Valiéndose del efecto Rashōmon (nombrado así en honor a la película homónima de 1950 de Akira Kurosawa que utilizaba este recurso), Scott nos presenta las tres versiones de lo ocurrido desde la perspectiva de cada uno de estos personajes.
Este juego de subjetividades y verdades a medias podría haber caído en un montón de lugares comunes en manos de un director menos experto, especialmente en un contexto como el de Hollywood post-era Mee Too. Sin embargo, bajo la dirección de este consagrado realizador, es un desfile de sutilezas que optimiza cada recurso narrativo y visual para que el espectador pueda interpretar los matices de la historia y sacar sus propias conclusiones. Dividida en tres capítulos, el indicio más transparente de la visión detrás de estas versiones es la placa que da inicio al relato de Marguerite de Carrouges. Quien, en cualquier otro acercamiento a esta historia, debería ser la protagonista, pero en el ingenioso guion de Nicole Holofcener (junto a Ben Affleck y Matt Damon) es una espectadora pasiva de su propia vida hasta llegar a este punto.
El primer capítulo dedicado a Jean de Carrouges, que ocupa la media hora inicial de la película, es igual que su personaje: parco, básico y lineal, con el honor y el orgullo ciego como guías del relato, características que se reflejan en los diálogos, en las actuaciones y hasta en la elección de los planos. El segundo capítulo, desde los ojos de Jean Le Gris, tiñe todo el relato de un romanticismo impostado, de una pasión vehemente y una ambigüedad moral que convierte una persecución en un juego, una amistad en rivalidad y un no en un sí. Cada detalle cambia sutilmente, cada palabra adquiere una entonación distinta, cada mirada evoca sensaciones más intensas. Y en este sentido, las actuaciones de Matt Damon y Adam Driver transmiten a la perfección los matices de sus personajes.
Pero quién se lleva todas las palmas es Jodie Comer por su poderosa interpretación en el papel de Marguerite de Carrouges, una mujer condenada desde el inicio por su época, así como por su involuntaria belleza y candidez. Atrapada en un sistema regido por la ley del hombre, solo hay un papel reservado y aceptable para ella: el de esposa y madre devota. Comer transmite con austeros gestos el esfuerzo y la impotencia de Marguerite, su negociación constante entre su autonomía como individuo, su dependencia de su esposo y su condición de objeto de deseo por parte de hombres que no la ven como otra cosa que como un adorno, una mercancía de cambio.
El duelo interno de Marguerite por convivir con las circunstancias (contrastado con la frígida madre de su esposo, resignada a las reglas del juego, y la actitud de otras mujeres de su edad y clase social) es un visceral reflejo del duelo externo de dos hombres que no luchan por otra cosa que su propio orgullo. Y representa un despliegue de talento que seguramente le valdrá a Comer una o varias nominaciones en la temporada de premios. Pero más allá de la frivolidad de los galardones, lo que nos queda de The Last Duel es el retrato de una problemática que resuena fuerte en nuestros días y la vigencia de un cineasta que maneja tanto las sutilezas como la espectacularidad de la narración audiovisual con el mismo virtuosismo que viene desplegando desde hace más de cuatro décadas.