"El último duelo", de Ridley Scott: más drama cortesano que espectáculo épico
El director de Los duelistas y Blade Runner regresa a la idea del enfrentamiento de dos hombres a lo largo de los años, esta vez en 1386 y en suelo francés.
A punto de cumplir 84 años, el realizador británico Ridley Scott sigue en estado de hiperactividad, embarcado en proyectos de gran envergadura, como viene haciéndolo desde su debut, Los duelistas. Prolífico y ecléctico, el director de Blade Runner alternó durante los últimos años la realización de dramas realistas (Todo el dinero del mundo) con producciones sci-fi originales o deudoras de la famosa saga originada en 1979 (Misión rescate, Alien: Covenant), además de oficiar como productor ejecutivo de un par de series de alto perfil como Criado por lobos y la primera temporada de The Terror. El último duelo, que tuvo su estreno mundial en el Festival de Venecia, regresa a algunas de las ideas presentes en su ópera prima –el enfrentamiento de dos hombres a lo largo de los años– reutilizando la estructura básica de Rashomon, la película de Akira Kurosawa basada en un par de cuentos de Ryunosuke Akutagawa.
Aquí también hay tres versiones diferentes de los mismos hechos, claramente señalizadas por sendas placas en pantalla. Aunque, a diferencia del film japonés, que abordaba la complejidad inherente al concepto mismo de “verdad”, una de ellas es presentada sin rodeos como la verídica. Hay razones lógicas para que eso ocurra, todas ligadas al rol de la mujer en la sociedad europea del siglo XIV, y que hoy sólo pueden ser bautizadas como feministas. El año es 1386 y en suelo francés está a punto de tener lugar el último reto a muerte de origen judicial en ese país, siguiendo la descripción del libro El último duelo, del escritor y especialista en ese período histórico Eric Jager. El guion, escrito a seis manos por dos viejos amigos, los protagonistas y coguionistas de En busca del destino, Ben Affleck y Matt Damon, y la cineasta Nicole Holofcener, parten del texto de Jager y estructuran un relato que, más allá del duelo en sí mismo –abandonado en el prólogo y recuperado sobre el final– y un par de breves pero intensas escenas de batalla, está más cerca del drama cortesano que del gran espectáculo épico.
Jean de Carrouges (Damon) salva la vida de Jacques Le Gris (Adam Driver) en el fragor de una cruenta batalla. Comienzo de una amistad de apariencia duradera que será horadada hasta la putrefacción luego de que Le Gris es elegido favorito por el conde Pierre d'Alençon (Affleck). Claro que esa es la versión de Carrouges; en la de Le Gris, es él quien empala con su lanza a un enemigo, evitando la muerte del compañero de armas. Lejos de los campos de batalla, El último duelo se ocupa en la descripción de los modos financieros entre nobles, vasallos y plebe: el cobro de impuestos, la lucha por territorios explotables, el matrimonio como alianza de poder y dinero (y la mujer como propiedad, desde luego), la guerra como mecanismo de supervivencia económica. Luego de desposar a la joven Marguerite (Jodie Comer), Carrouges patalea ante lo que considera una injusticia, transformándose en una suerte de paria en la sociedad francesa, todavía poderoso pero observado con recelo e incluso sorna.
Hasta que un hecho despreciable, la aparente violación de Jodie a manos de Le Gris, dispone la alfombra roja para el enfrentamiento judicial y el posterior duelo a caballo, lanza, sable, hacha y cuchillo, entre otros elementos cortantes. Pero, ¿fue Marguerite realmente abusada o se trata de una mentira pergeñada por interés? Cada una de las versiones ofrece divergencias y variaciones sobre el hecho, aunque sólo el tercero es presentado como “la verdad” a partir de un pequeño truco visual. A partir de ese momento, el regreso del lance de honor y sus corolarios, que Scott filma a puro pulso violento y sangriento, en la tradición de Gladiador. Afortunadamente, El último duelo, pequeña gran sorpresa en la filmografía tardía del realizador, no se deja seducir por las ansiedades del gran espectáculo y propone un film que reflexiona no sin amargura sobre el poder (los pequeños y los grandes poderes) y el honor como espejo deforme de zonas inequívocamente erróneas del ser humano.