El cine de Ridley Scott quizá sea más reconocido en la escena mainstream por su espectacularidad y su estilo visual que por lo que logra cuando se adentra en dilemas morales y aquello que toca la fibra más humana de sus personajes. El director de gemas como Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982), sabe perfectamente cómo camuflar de pochoclos relatos que plantean un redescubrimiento del mundo por parte de sus protagonistas y que permiten profundizar en temas como los peligros del «progreso» humano, la finitud de la vida, la libertad y, por supuesto también, la violencia machista.
Así es como, en esta oportunidad, nos encontramos ante otro film cuyo diseño de producción grandilocuente es solo una excusa para contar un drama intimista, que se cuece a fuego lento y que tiene como objetivo una revisión, justa y realista, de un hecho histórico.
Luego de cuatro años alejado de la gran pantalla, en donde supo lucirse con dramas televisivos como The Terror, Scott vuelve al ruedo en El Último Duelo (The Last Duel), presentada fuera de concurso en la última edición del Festival de Cine de Venecia. El cineasta británico cierra de alguna forma un ciclo con otro relato impregnado por aquel viejo ritual masculino en defensa del honor, como ya lo había hecho en su ópera prima, Los Duelistas (1977). Sin embargo, aquí Scott decide hacer foco en la ancestral violencia patriarcal mediante un relato verídico que conversa muy bien con las actuales denuncias de las mujeres en el mundo.
Todo sea por el honor (el de ellos)
Ambientada en el año 1386 en París, durante la turbulenta época de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, El Último Duelo presenta a Jean De Carrouges (interpretado por Matt Damon), un caballero sin descendencia y sofocado por la crisis económica que ha perdido el status que su apellido solía otorgarle. Su amigo y compañero, el escudero Jacques Le Gris (Adam Driver), es el encargado de visitarlo para exigirle que pague sus deudas a la corona.
Mientras Le Gris toma cada vez más poder a partir de su vínculo con el hedonista Conde Pierre d’Alençon (Ben Affleck), Jean decide resolver sus problemas financieros y para ello se casa nuevamente con una bella e inteligente joven llamada Marguerite (Jodie Comer), haciéndose así con las tierras de su familia.
Tras librar una batalla en Escocia, De Carrouges regresa a su hogar y se entera por boca de su esposa que, en su ausencia, Le Gris ha aprovechado para violarla. Aquella situación lleva al caballero a pedirle al Rey Carlos VI que le permita recuperar su honor ultrajado a través de un duelo con espadas entre él y su antiguo colega.
La nueva película de Scott (quien este año estrena también La Casa Gucci), está basada en el libro homónimo de Eric Jager y narra la historia real del famoso duelo que acabó con todos los duelos. Una historia quizá desconocida en nuestra región pero que en Francia forma parte del acervo cultural y suele ser citada en múltiples debates. El film, además, cuenta con un guion escrito en conjunto entre la novelista Nicole Holofcener, Affleck y Damon, estos dos últimos reunidos nuevamente para la escritura tras su oscarizado guion en En Busca del Destino (1997) de Gus van Sant.
La referencia obvia a la que alude El Último Duelo es Rashomon (1950), obra maestra de Akira Kurosawa. Su estructura clásica, dividida en 3 capítulos, en donde cada uno cuenta la misma historia pero desde la perspectiva única de los tres protagonistas, podría haber sido una buena herramienta. Lejos de la ambigüedad y el excelente manejo del suspenso que presentaba el film de Kurosawa, la narrativa de El Último Duelo solo se limita a emular la estructura sin jugar nunca psicológicamente con la cuestión crucial del relato: la violación de Marguerite. Algo que podría haber sido atractivo pero a lo que el director renuncia con toda vehemencia, presentando a uno de los capítulos como «La Verdad«.
Ante la falta de riesgo, Ridley Scott ofrece a cambio un interesante drama épico y reflexivo en clave feminista, aunque innecesariamente repetitivo, con sus numerosos subrayados y su escasa economía del relato. Tampoco es que la representación del patriarcado y la masculinidad tóxica en un film ambientado en la edad media sea algo revelador para el público adulto al punto de necesitar tanta sobreexplicación en cada detalle.
En el terreno de la acción, estamos ante una clásica obra de Scott, con su brillante pulso que mantiene la atención a pesar de su excesiva duración y los puntos flojos del guion. Las batallas quizá no ocupen tantos minutos de pantalla pero, cuando lo hacen, el cineasta regresa a su zona de confort con secuencias emocionantes que no se privan de la sangrienta violencia gráfica.
Hay que decir que el film se beneficia desde el minuto cero por una correcta y realista ambientación de época, con majestuosos exteriores cubiertos de nieve, a la que acompaña una fotografía gélida en paletas azules. A sus 80 años, podemos afirmar que el director de Gladiador (2000) deja pedaleando en el aire a la mayoría de los blockbusters actuales saturados de CGI que valen fortunas pero cuyo dinero nunca se ve traducido en imágenes de calidad. Ridley, al igual que otros colegas taquilleros como Steven Spielberg, es un tipo que ha demostrado desde sus inicios que sabe cómo manejar grandes presupuestos y eso se nota.
En cuanto a las actuaciones, siempre resulta grato ver a Matt Damon en acción y más cuando se trata de un papel que le permite mostrar diversas caras. Una performance correcta pero que fácilmente destaca ante un Adam Driver monótono, cuyo única expresión facial compite con el rubio noventoso de Ben Affleck por ver quien aporta menos a la trama. Por último, y no menos importante, Jodie Comer (a quien posiblemente hayan visto en Killing Eve), sorprende con un personaje estoico, desafiante, al que dota de cierta astucia silenciada. Queda claro que si el guion le hubiese permitido jugar más, podríamos estar hablando de Comer como la actuación femenina del año.
En definitiva, podemos decir que El Último Duelo de Ridley Scott cumple al presentar una epopeya histórica bien ejecutada, inmersiva y técnicamente más que digna de visionado. No obstante, esta suerte de revisionismo con perspectiva de género carente de sutilezas y repetitiva, falla profundamente en su obsesión por guiar de la mano al espectador aclarando todo el tiempo lo que este tiene que pensar y sentir, subestimando su propia construcción.