Ridley Scott tiene casi ochenta y cuatro años. Se ha pasado la mitad de su vida dirigiendo películas. Su palmarés nos arroja un resumen de obras maestras incontrastables: “Alien” (1979), “Blade Runner” (1982), “Thelma & Louis” (1991), “Gladiador” (2000), “Black Hawk Down” (2001). Un cine mainstream, grandilocuente, fastuoso. Pero, quizás, la línea paralela que más claramente pueda establecerse con su trayecto cinematográfico sea con su ópera prima “Los Duelistas” (1977), una fantástica recreación de época protagonizada por Harvey Keitel y Keith Carradine. Aquí, otra producción vuelve a colocar al realizador británico, ganador del Premio Oscar, en el centro de atención de la cartelera local.
Basada en el libro “The Last Duel: A True Story of Trial de Combat in Medieval France”, de Eric Jager, el veterano Scott nos sumerge en la apasionante historia del último juicio por combate a duelo celebrado en París. Para ello, nos sitúa en el invierno del año 1386. Estamos en plena Edad Media, una era en donde las relaciones humanas se regían por en teocentrismo. Un tiempo brutal, en donde multitudes vivaban duelos a muerte. Pan y circo para el festín de tiempos perversos. Nunca se agota el apetito humano para contemplar a los de su especie masacrarse, unos a otros. El conocimiento carnal, estamos concebidos para dominar, aunque el acto no amerite placer. El terror engendrado en la aniquilación del prójimo, estamos hechos para aparentar y amañar vínculos. No debería de sonarnos lejano o pasado de moda: aunque en nuestras coordenadas temporales se viralicen hechos brutales a través de una pantalla virtual, puede cambiar la forma, pero no el sentido. Old habits die hard, hay hogueras que siguen avivando el fuego.
Es ese nervio el que sabe pulsar el benemérito Scott. Existen cuestiones de la condición humana que son atávicas y que hablan acerca de nuestra esencia. ¿Cuánto importa la vida? Allí está el hombre de aquel tiempo (o de este tiempo) pugnando por poder, justicia y honor; corrompiéndose, midiendo su orgullo mirándose al espejo (o al ombligo), inmolándose por una causa (¿valedera?) o hablando con Dios…con ese Dios al que nos fuera inculcado temer. Formas atroces de castigo, como un duelo a capa y espada. Enceguecidos en combate, la vida pende de un hilo o se apaga mediante un golpe de gracia veloz como un relámpago. Arder. Lapidar. Demoler. Desgarrar. Atar. Vejar. Torturar. Apenas un juego para aquella perversa plebe que vitoreaba al verdugo y condenaba a la víctima desde su confortable platea. Reyes y lacayos. La perversión que no distingue clases. No hay aprecio por la vida, solo ansias de dominación que se miden en acres de tierra. Intereses sádicos, enfrentamientos salvajes. Modos de entretenimiento para la masividad. La exhibición de la muerte era un espectáculo que ‘pagaba’. Y que solía comprarse a raudales. El castigo penal, disfrazado de elección por mandato divino ¿Ven lo que puede ocurrir si transgreden la frontera estipulada por hombres jugando a ser Dios?
“El Último Duelo” es una gran película y posee una serie de aspectos dignos de destacar. No resulta menor observar que los créditos de guion corresponden a Ben Affleck y Matt Damon. Vaya si la dupla posee suficiente historia firmando argumentos para la gran pantalla. Amigos carnales en la vida real desde la adolescencia, han prolongado su camaradería al plano profesional, obteniendo, hace más de dos décadas ya, un galardón de la Academia por “En Busca del Destino” (1997), de Gus Van Sant. El hecho de hacerse cargo de la presente adaptación (en tripartito con Nicole Holofcener) añade nostalgia y talento en dosis equitativas al suculento plato servido por Scott.
El film nos trae la historia real de Jean de Carrouges, quien luchaba por su vida en el frente de batalla, desde un arco cronológico que comienza en 1370. Durante una de sus expediciones, su esposa, Marguerite, había sido víctima de una violación, perpetrada por el mejor amigo de Jean, el escudero Jacques Le Gris. Cine de época como hace tiempo no se veía. Caballos cabalgando surcando el viento, espadas atravesando cuerpos, armaduras chocando, fuego crepitando, multitudes enfervorizadas. Ridley Scott filma una reproducción histórica con tremenda visceralidad. Coloca la cámara de un modo prodigioso; resulta exagerado enumerar las virtudes de un cineasta experto en el cine épico y el drama histórico. La puesta en escena no escatima detallismo, acorde a una tremenda superproducción. Obras arquitectónicas del medioevo capturan nuestra atención. En sus interiores, se nos hace partícipes del banquete orgiástico. No faltarán bebidas espirituosas ni velas que se consuman al amanecer. Scott filma cada cuadro como si de una pintura en claroscuro se tratara.
Conocido por su estilismo visual, el inagotable realizador intenta en esta ocasión un recurso inaudito en los más de treinta largometrajes que a la fecha ha dirigido. Recurre al punto de vista múltiple que volviera a “Rashomon” (1950), de Akira Kurosawa, un auténtico precursor. Es decir, un mismo acontecimiento es narrado de forma singular, desde el punto de vista de aquellos involucrados. Puede que la técnica aquí resulte (levemente) reiterativa en su puesta en práctica; puede también que ciertos desniveles narrativos (y alguna que otra licencia idiomática de dudosa elección) resientan la mecánica de adaptación. No está exenta de polémicas decisiones históricas, como el lugar que ocupaba la mujer desde la visión de la Iglesia. Anacronías aparte, lo cierto es que “El Último Duelo” es lo suficientemente detallista como para otorgar a cada reconstrucción ofrecida (a manera de capítulos que vertebran el film) la singularidad necesaria que grafica a cada porción de ‘verdad’. Y en dicha autenticidad radica la belleza imperfecta de la memoria. Habrá sutiles diferencias que el espectador deberá saber codificar. Sabemos que los recuerdos, a veces, suelen mentir un poco. Pura cuestión de subjetividad; en absoluto afán de descuido. No desperdiciemos un segundo de atención y notaremos, por ejemplo, las similitudes y diferencias que guarda la tan valiente como incómoda escenificación de un acto sexual sin consentimiento.
Un sólido elenco actoral otorga calidad al relato. Allí está Matt Damon (de regreso con Scott, desde “The Martian”, 2015), exhibiendo en cada gesto la ferocidad física y el primitivismo mental de su engreído personaje. Allí está Adam Driver, sosteniendo hasta último momento su inocencia. Allí está un ¡¿platinado?! Ben Affleck, portando la investidura de un conde tan incapaz de arriesgar su pellejo como sí de perderse juerga alguna. Allí está Jodie Comer, cumpliendo una inmejorable presentación ante la platea cinéfila, luego de una dilatada incursión en series de TV. Comer es la encargada de otorgar a la película un giro fundamental y principal sustancia de su discurso de hondo compromiso social: la valentía de la denuncia pronunciada por Margueritte nos brinda certezas acerca del postergado rol de la mujer del medioevo. Una postergación que no es solo generacional, podemos escuchar de su boca frases que nos resultan extrañamente familiares.
Hablando de valores arcaicos, es interesante la examinación que la película hace acerca de la mirada científica. Confrontando la vertiente médica, inserta en aquel paradigma amparado en verdades oxidadas, con la coyuntura actual que debate nuevas perspectivas para la educación sexual y el aborto legalizado. Con menos decoro y más honestidad, Scott expone sin tapujos los crímenes sexuales perpetrados por la Iglesia durante un tiempo. El clero opina, sin decoro alguno en inmiscuirse en la privacidad de un dormitorio, acerca de relaciones sexuales por puro placer…al servicio de la asegurada herencia. ¿Cuánto es que realmente hemos evolucionado como especie? Para ello, resulta vital el capítulo en donde se otorga voz y voto al personaje femenino. Un testimonio necesario de ser escuchado, atendido y cotejado. Vale la pena reflexionar acerca del endeble lugar que ocupaba la mujer, inmersa en un panorama social patriarcal y autoritario.
Puede la osadía de Margueritte no limitarse a colocarla tanto en el lugar de mártir social, como de esposa insatisfecha, como de rebelde precursora. Puede que determinadas dinámicas sociales estén afortunadamente cambiando para que absorbamos aquellos que escuchamos no con la indignación de tiempos con menos apertura ideológica, sino con cierto aire de incredulidad: dichos obsoletos valores son los que se homologaron como válidos, ayer nomás. La dominancia masculina y la sumisión femenina era algo, simplemente, dado por sentado, en el siglo XIV…y en el XX también. Humanos, seamos conscientes de la brutalidad y la banalidad que, sistemáticamente, aceptamos, homologamos y reproducimos en cada centuria. En “El Último Duelo”, el cine dialoga con la condición humana de modo convincente. Es un film poderoso que nos interroga. Cuánto daño hemos hecho, cuánto más por corregir aún.