El mítico director de Alien, el octavo pasajero, Blade Runner, Thelma & Louise y Gladiador construye una notable película que de alguna manera cierra un círculo iniciado con su brillante ópera prima Los duelistas, a partir de un guion firmado por Nicole Holofcener, Ben Affleck y Matt Damon. Precisamente Damon y Affleck forman parte del elenco de este film de época que tuvo su estreno mundial en la reciente Mostra de Venecia.
Las buenas y malas gentes de la ciudad se han reunido para presenciar el acontecimiento social del momento: un ritual que se daba por muerto, pero que ha resucitado para dirimir las diferencias insalvables entre dos hombres. En un campo de barro acotado por cuatro graderías, Jean de Carrouges y Jacques Le Gris van a batirse en un combate mortal. O sea, que cuando este termine, solo quedará uno con vida. Dramático encuentro que sirve como preludio para una función que se pregunta, durante las dos horas y media que están por venir, cómo demonios se ha llegado a este punto.
El año de este in media res es 1386 y el lugar es París, una ciudad todavía en construcción. Y en el preciso instante en que escribo estas líneas, la carrera cinematográfica de Ridley Scott es una especie de círculo tan perfecto como el punto en que, ahora mismo, esta empieza y acaba. Cuarenta y cuatro años después de Los duelistas, su impresionante ópera prima en la que Keith Carradine y Harvey Keitel estaban condenados a ir cruzando sus respectivos caminos de manera violenta, llega El último duelo, drama histórico donde a Matt Damon y Adam Driver les sucede exactamente lo mismo.
Instantes antes de que los dos jinetes hagan chocar sus lanzas, la película nos transporta unos años atrás, cuando lo que les unía no era ese rencor irreparable, sino una amistad que, por este entonces, parecía irrompible. Y ahora sí, avanzamos en el tiempo. Una escena nos lleva a la siguiente y, entre una y la otra, han pasado días, o semanas, o incluso años. Todo avanza a una velocidad demencial, hasta el punto en que se impone cierta sensación de descontrol. Pero son solo las apariencias, que como bien sabemos, engañan. De repente, se produce una situación de alta tensión y, cuando esta parece que va a estallar, saltamos otra vez en el tiempo.
“¿Qué ha pasado aquí?”, tenemos que preguntarnos continuamente. Y para salir de dudas, no queda otra que atender al relato de quien dice haberlo visto todo. Jean de Carrouges y Jacques Le Gris se juran lealtad y, en un abrir y cerrar de ojos, se desean la muerte. “¿Por qué?”, volvemos a inquerir, y ahí estamos, una vez más, atendiendo a las explicaciones de otro personaje; de otro parche en una narración que, muy a propósito, ha decidido alejarse de la omnisciencia. El punto está en negar la existencia de una única (y por esto irrefutable) verdad.
Hay muchas, más aún en los temas que llaman a la controversia. Aunque, claro, lo normal es que solo haya una que importe. Esta es la búsqueda que motiva los saltos, las idas y venidas en las que se mueve El último duelo. El grueso de la película está partido en tres episodios, cada uno de ellos dedicado a una de las piezas cuyo destino depende del resultado final de la contienda que ha servido de apertura. En un lado está Jean de Carrouges y en el otro Jacques Le Gris, ya lo sabemos… pero es que en medio está Marguerite de Carrouges, esposa del primero, quien jura que el segundo la ha violado.
La verdad de lo acontecido va basculando, como lo hacía en Rashomon, de Akira Kurosawa, dependiendo quien esté en posesión de la narración; de un relato que se blande cual arma de doble filo. El último duelo es cine de repeticiones y variaciones; de esos detalles que vienen cargados por el mismísimo Diablo. Como si de un juicio se tratara (como de hecho está planteada la novela homónima de Eric Jager, adaptada aquí a partir de un guion escrito por Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener), se nos invita a inspeccionar detalladamente los indicios, las evidencias y, por supuesto, los testimonios.
Las escenas que marcan los puntos de inflexión en este drama son revisitadas, esto sí, en cada ocasión desde un punto de vista distinto. Desde una perspectiva que condiciona todo lo que vemos y oímos. Importa quién habla, por supuesto, y por esto es de suma importancia escuchar a todo el mundo. Incluso a aquellas personas a las que se quiere privar de voz propia. Especialmente a las personas a las que se quiere privar de voz propia. Moviéndose en las arenas de ese cine de época que pide épica, Ridley Scott toma la sabia decisión de dejar la espectacularidad para ocasiones más adecuadas.
El último duelo es una película que se apoya principalmente en el texto y el elenco actoral, pero también en una puesta en escena que sabe que los choques más memorables se deciden en las distancias cortas. Cine de interiores y tomas cercanass; allí donde la esfera íntima puede convertirse en la peor de las cárceles. Uno de los pocos planos generales que vemos, nos descubre una catedral de Notre-Dame con su esqueleto todavía al descubierto. Y, efectivamente, la acción transcurre durante el levantamiento y consolidación de los fundamentos de ese templo para unos… y prisión para otras: la sociedad (y la retórica) patriarcal.
Allí donde no hay amor, solo el honor -mancillable- de los machos, de los dueños de todo esto: un castillo, unos campos de cultivo, un ejército, una mujer. Ahí, entre tanto escombro (moral) se levanta la figura de Marguerite, encarnada por Jodie Comer. La que más importa. La única que importa. Acompañándola está un director que, a sus 83 años de edad, se reencuentra con su versión más magistral. Bestial solo cuando quiere herir al que hiere; atento y contenido el resto del tiempo, para que los actos retratados se expliquen ellos solos. Porque maestro es quien sabe escuchar; quien deja hablar.