Menos experimental pero no por eso menos audaz que muchas de las películas que suele exhibir el BAFICI, El último Elvis es una interesante apuesta por parte de los programadores del festival para una función de apertura: una opera prima argentina que, en principio, puede resultar más convencional, más clásica (desde lo narrativo) que el resto de la programación, pero que, en definitiva, es un trabajo muy sólido, incluso bastante arriesgado, y sin ningún tipo de concesiones.
Llegué a la proyección de El útlimo Elvis con cierto prejuicio: es que no me había gustado nada Biutiful, el film que Bo y Giacobone escribieron para el mexicano Alejandro González Iñárritu. Por suerte, aquí -más allá de algún exceso de simbolismo religioso, cierto patetismo o algún aislado golpe bajo- estamos en un terreno mucho más convincente,´menos recargado, más humano, menos manipulador.
El segundo prejuicio (sí, los críticos también tenemos unos cuantos) tenía que ver con la "estética publicitaria". Bo es un director estrella de comerciales y, muchas veces, este tipo de realizadores caen en cierto regodeo de su talento, en exhibicionismos y efectismos varios, cuando incursionan en el cine. No es este caso, ya que -más allá de la estilización y del virtuosismo de Bo- el trabajo visual, los encuadres, el diseño de los planos-secuencia, están siempre en función de lo que se quiere contar, de los estados de ánimo de los personajes y de los climas por los que ellos atraviesan.
La propuesta es sencilla y compleja a la vez. Sencilla porque se trata de la historia de un cantante, de su relación con su ex esposa (Griselda Siciliani) y con su hija (Margarita López). Compleja porque debajo de esa superficie de culebrón familiar se esconden contradicciones íntimas, conflictos ligados a lo más profundo y visceral de la existencia humana.
Carlos Gutiérrez es "el último Elvis", un imitador (brillante) del Rey del Rock que nunca ha pasado de hacer covers en fiestas, geriátricos o sociedades de fomento. Gordo, semi calvo, sudoroso, parece úna decadente versión de la ya decadente figura del Presley de los últimos días. Se gana la vida como operario en una fábrica de electrodomésticos y es (fue) un hijo ausente (con una madre postrada), un marido ausente, un padre ausente... un hombre ausente.
Muchos lo toman como un freak (por allí desfilan los dobles de otros artistas famosos como John Lennon o Iggy Pop), pero él se considera (y actúa) como un verdadero artista, aunque ni siquiera pueda cobrar las regalías en el sindicato.
No voy a adelantar qué pasa luego de ese arranque, sólo que el protagonista quiere "triunfar", "hacer algo grande", que los demás estén "orgullosos de mí". Así, lo que sigue es una épica íntima, un viaje interior y exterior, un cuento de hadas pesadillesco sobre la culpa, la renuncia y la redención.
Bo recurre muy poco a los diálogos porque confía en la fuerza de sus imágenes, sostiene los planos sin caer en el vértigo de un montaje que le dé "ritmo" porque eso conspiraría contra la intensidad del relato.
También merecen destacarse aspectos no muy transitados por el cine argentino como las secuencias musicales (que son vistosas y duran lo que tienen que durar: ni más ni menos) en las que John McInerny se luce mucho más que cuando tiene que "jugar" situaciones más densas (aquí el no-actor pierde frente al cantante).
Además de la proeza de haber conseguido los derechos de tantos clásicos musicales, otro gran hallazgo de la producción es el diseño de producción y, en particular, la reconstrucción de Graceland que hace el talentoso Daniel Gimelberg. En estos detalles que aquí no son menores, pero sobre todo en la convicción, el aplomo, la coherencia y la prestancia de un director de rápida madurez como Bo, reside el corazón de una película con muchos atractivos y, también, con unas cuantas aristas (y un desenlace) para el más apasionado de los debates cinéfilos.