Soy Elvis
Hay un costado interesante en la película de Armando Bo y es su lado quijotesco. Al igual que el inmortal personaje de Cervantes, el protagonista es un ser melancólico que, si bien no ha perdido del todo sus ligaduras con la realidad, no puede salir de su monomanía y efectivamente se cree Elvis. John McInerny (más cerca de un Neil Young excedido de peso que del rey del rock n’roll) le pone el cuerpo y la humanidad a un ser decadente, al borde del ridículo, pero perfectamente querible. La cámara le hace justicia en este sentido y lo acompaña desde un lugar incómodo, como su existencia, pero con la intención de captar la triste situación de “querer ser” frente “a lo que se es”. Al mismo tiempo, nos saca en forma permanente como espectadores de un marco de estabilidad con sus reiterados fuera de foco y sus juegos circulares. El trasfondo de la historia es poco alentador: no se puede aceptar vivir en un mundo al que no se pertenece, fuera de tiempo, en condiciones laborales degradantes y con la presión de ser padre, cuando no se puede serlo. De la misma forma que Alonso Quijano, la fantasía es la vía de escape y después de ello, la muerte.
El film se mueve por lugares seguros y en su justa medida para no desbarrancarse en zonas harto conocidas. Por momentos, ensaya situaciones bizarras con cameos televisivos incluidos, ráfagas de humor y una galería de imitadores dignos del Bad Cover Version de The Pulp (legendario videoclip que parodia los números benéficos de los cantantes); en otros, parece caer en la conocida trama vendible del padre que debe hacerse cargo de su hija. Sin embargo, y por fortuna, cuando se encuentra al borde del precipicio sensiblero, decide retroceder.
Las actuaciones están bien y los números musicales no se extienden como un mero muestrario. Técnicamente es irreprochable. ¿Qué es lo que falla entonces? La respuesta, a mi criterio, está en un cierto regodeo visual, de colores publicitarios, de atmósfera televisiva, para acompañar una historia que es mucho más fuerte en lo que cuenta que en la forma en que lo hace. No puedo evitar al respecto, pensar en los pilares de producción que sostienen este tipo de películas y en problematizar su aparente independencia. El último Elvis funciona porque sus resortes narrativos y estéticos son reparadores, tranquilizantes. Nunca asume el riesgo como principio. Toda la secuencia final lo confirma: música e imágenes ralentizadas al servicio de estilizar un momento delicado en la historia con el propósito de ganarse al espectador con herramientas expresivas, al menos, discutibles (tal vez, el equipo de producción conformado por González Iñarritu, entre otros, tenga que ver con esto). De todos modos, no es justo pedir aquello que no se piensa como tal. Ahora bien, que el último BAFICI haya seleccionado el film de Bo como apertura, más allá de los posibles méritos, es un síntoma de lo que representa el cine argentino que transita por los festivales y un buen aliciente para discutir lo que se entiende por independencia.