El rock y su doble
Así como el cuerpo de Carlos Gutiérrez cobija dos personalidades opuestas, la del negado Gutiérrez y la de Elvis, el ídolo ya no a imitar, sino a ser, a encarnar, así también en El último Elvis conviven dos cuerpos, dos registros, dos maneras de narrar.
Por un lado, está la vida cotidiana de Carlos, su trabajo en la fábrica, los encuentros con su hija Lisa Marie (Margarita López) y su ex mujer Alejandra (Griselda Siciliani) y la rutina de doble de Elvis que ejercita en tugurios nocturnos, en bingos, en fiestas familiares, rodeado de imitadores decadentes de leyendas del rock.
Y después está Elvis en acción, no importa si falso o no, porque John Mc Inerny/Carlos Gutiérrez se vuelve auténtico en su acto, su performance excitada y transpirada, allí donde El último Elvis ya no narra una trama realista, una sucesión de conflictos mundanos en una línea de tiempo, sino que la cámara se abre al espectáculo, hipnótico y fascinante, de una voz y un cuerpo que es puro cine.
Tal vez por eso, después de ver a Carlos varias veces en acción (sobre un piano, con una banda de rock, con una guitarra acústica cantándole covers a su hija hasta hacerla dormir), la historia de fondo -que involucra el accidente de Alejandra y los devaneos de Carlos por ser Elvis en un duro contexto en el que sólo se lo permiten los escenarios- padece de cierta caída de intensidad.
Y es que no está claro si el doble en cuestión está loco en su fanatismo por Elvis (su mueca risueña por momentos lo insinúa), si lo suyo es un mero escapismo (cuestión que recrudece hacia el potente final), o si en realidad Carlos es más humano que todos, pálpito que transmiten sus emotivas y exaltadas puestas en escena.
Así, el filme entusiasma más cuando exhibe al personaje sin explicarlo, cuando éste se pasea envuelto de épica exploitation con sus anteojos oscuros y su auto vintage por los parajes de suburbio y vibra en sus mágicos estallidos musicales. Aún así, el filme de Bo también es digno al no subrayar, al no adornar, al no buscar el efecto, al limitarse a contar una (o dos) historias.