Un film que por su profesionalismo y sobriedad se convierte en una gran osadía
Comienza El último Elvis . La cámara -en un plano virtuoso, extenso, generador de expectativas- descubre un lugar, un acontecimiento: una fiesta en uno de esos salones a priori destinados para ellas. Pero la cámara, ya lo sabemos, no es todo el cine. La intención de esta cámara y de este equipo de sonido y de este diseño de producción y de este guión -entre otros aportes comandados por la visión, en este caso segura, de un director- es descubrir a un personaje, al protagonista: al inolvidable Carlos Gutiérrez. Carlos trabaja en una fábrica de este país del hemisferio sur, pero también es Elvis Presley. Uno podría decir que es un imitador de Elvis, pero Carlos es algo más. Va más allá, vitalmente, con tozudez, con convicción: en su televisor no hay otras opciones que los conciertos del Rey, intenta alimentarse como Elvis, su hija se llama Lisa Marie y a su ex mujer la llama Priscilla. Su Elvis no es el del principio sino el del final: excedido de peso, sudoroso y ya no en su plenitud física, pero con la pasión desbordante y un manejo aplastante del escenario. Así lo comprobará en ese show que ve su hija, en el que pasa del fastidio a la afirmación certera de su arte. Un arte que, como casi cualquier otro, no tiene completa originalidad.
Carlos es un gran cantante, un gran showman, y un hombre que busca el sentido de su vida lejos de las coordenadas más cercanas (esas que a veces se agotan en trabajo, familia y lugar de origen). El último Elvis nos convence de la inevitabilidad de esa búsqueda con gran claridad estilística, con un aplomo llamativo para una ópera prima. Y con la ayuda, difícil de exagerar, de la performance de John McInerny, un arquitecto platense que tiene una banda llamada Elvis Vive, que canta como Elvis y que debuta en el cine con El último Elvis . Quizás esta sea la primera y la última película de McInerny como actor pero, como ocurrió con Gian Franco Pagliaro en Soñar, soñar (esa fue su única película) su calidez y su entrega física y emocional le aseguran un lugar memorable en el cine argentino.
El también debutante Armando Bo (nieto del homónimo director de Fiebre , Carne y Embrujada , entre muchas otras) comanda una película que, como su protagonista, hace de la decisión y el trabajo eficiente -la dirección de arte de Daniel Gimelberg permite creer, como rara vez ocurre en el cine local, en el poder de los decorados- un camino posible hacia las emociones cinematográficas. Si a eso se le suma la capacidad para el humor y para animarse a temas como los sueños, la identidad cargada de confusión, desilusiones y trabas, y hasta una relación padre-hija que debe armarse de improviso, se podrá comprobar con facilidad que El último Elvis no sólo es segura, decidida y convincente: es, además, una película en la que el profesionalismo y la sobriedad son las máscaras de una inusual osadía.