La pasión y los sueños de grandeza
El debut del nieto del legendario Armando Bo es una película extraordinaria, sencilla en su superficie y compleja en realización.
El último Elvis tiene en su título un juego de palabras. Por un lado, remite a la idea de que es el último de su estirpe y a la vez que estamos hablando de la última etapa de la carrera y la vida de Elvis Presley.
El protagonista de la película es un hombre cuya pasión es ser Elvis. Tiene una gran voz y para todos es un imitador del cantante. Pero él no lo vive de esa manera. No quiere ser llamado por su verdadero nombre, Carlos Gutiérrez, y salvo cuando la realidad de forma prepotente lo obliga a lo contrario, él se hace llamar Elvis –de Memphis, obviamente. Su vida no es glamorosa, la relación con su hija y su ex mujer no es buena, trabaja como obrero en una fábrica de cocina, donde sólo sus auriculares le permiten seguir conectado con la música. Pero cuando se sube al escenario él es Elvis, tiene estilo, gracia, voz, y dominio de la escena. Son sus momentos de gloria, de felicidad. La película no permite nunca que esos momentos se arruinen, allí Elvis siempre brilla, incluso cuando se va y vuelve al escenario.
El actor que interpreta a Elvis (no lo volveré a llamar por su otro nombre) se llama John McInerny y es sin duda uno de los pilares que sostienen la película de punta a punta. Todas las escenas lo tienen a él, todo gira en torno a su figura y a su universo. Actor debutante, pero imitador de Elvis en la realidad, McInerny es uno de los hallazgos de la película. Pero el hallazgo mayor es el director Armando Bo (nieto del extraordinario director de El trueno entre las hojas, Fuego y Carne) que en su opera prima tiene oficio y talento para no caer nunca en las tentaciones del novato. Su película, sobria y emocionante, es un lujo narrativo que, aun en sus momentos virtuosos (el plano inicial), no desvía el rumbo del interés principal que es el de contar una historia compleja y llena de matices, con pocos personajes pero con varios temas en paralelo.
El último Elvis es un extraordinario ejemplo de película sencilla pero enorme. Porque su sencillez está en la superficie que fluye y conmueve, pero no en su realización, plagada de detalles brillantes y de gran complejidad. El director y los actores siempre se llevan las palmas, pero el sonido de la película, la luz y la dirección de arte dan cuenta de que el trabajo serio es a todo nivel. La película, insistimos, habla de muchas cosas, pero sobre todo de la necesidad de grandeza, de la pasión –incluso terrible– y de la coherencia para llevar lo que amamos hasta las últimas consecuencias.