Recuperando el miedo perdido
Recuerdo cuando conocí a Eli Roth, durante un festival de Mar del Plata, al que fue para presentar Hostel. En ese momento todavía no era un nombre propio, sino más bien una especie de discípulo de Quentin Tarantino. Un tipo simpático Eli, que no paraba de hablar y muy abierto a las preguntas. Sin embargo, un colega crítico supo describir su posicionamiento estético de forma muy acertada: “el problema de estos directores jóvenes es que vieron demasiado cine”. Y tenía razón, porque Roth parecía de esos muchachos capaces de verse toda la filmografía de Takashi Miike en un par de días, pero no de seleccionar apropiadamente las películas de este director que realmente valían la pena. O de meter cincuenta citas por minuto en sus filmes, aunque no de configurar una narración consistente. Hostel, que lo había lanzado a la fama, era un buen ejemplo: había un par de ideas piolas pero no mucho más. Los personajes eran superficiales y nunca nos identificábamos con ellos a pesar de las situaciones extremas a las que eran sometidos. La sangre corría a borbotones, nos topábamos con unas cuantas escenas muy asquerosas, pero no se moldeaba un miedo o un horror real, palpable.
No puede dejar de llamarme la atención entonces que Roth, aprovechando la banca propia que ha ido consiguiendo, se haya jugado a producir un pequeño filme como El último exorcismo. Bien por él, quizás haya que prestarle atención a sus próximos pasos.
El filme se centra en un sacerdote que ya descree de los procedimientos de exorcismo y que les permite a unos documentalistas presenciar uno de esos ritos, para probar y sacar a la luz las mentiras y sugestiones que lo caracterizan. El tipo por momentos evidencia un cinismo de campeonato, pero también es consciente de la pérdida de su fe y cómo, a pesar de eso, sigue siendo un excelente profesional, un showman que genera en las personas de su parroquia justo lo que ellas necesitan. Los cineastas dentro de la película tienen una tesis ya establecida y sólo buscan la ocasión para probarla, pero también saben tomar la distancia justa para que los hechos se decanten solos. El problema surge cuando este conjunto de profesionales se encuentran –casi como en un filme de Michael Mann, donde la pericia en el oficio es la regla a seguir- con otro profesional: un demonio poseyendo verdaderamente a una joven, dispuesto a hacer su trabajo de la mejor (o de la peor, según la óptica) manera posible.
Cuando, como en este caso, se desarrollan apropiadamente los personajes, sin juzgarlos, pero dejándolos desnudos en todas sus virtudes y miserias, dándose cuenta lentamente de lo que enfrentan, es cuando el cine de terror logra su objetivo. Estas películas nos provocan miedo, pero al mismo tiempo las aguantamos, seguimos viéndolas, disfrutamos sufrir e incluso podemos llegar a hacernos fanáticos porque, a su manera, no dejan de ser terriblemente humanas. Nos muestran esa parte oscura de nuestras almas, esa porción del inconsciente dispuesto a las cosas más horribles, ese rostro que probablemente nunca vea la luz, pero que es posible, que es pasible de hacerlo, que tiene la chance y no va a dudar en saltar si nosotros se lo dejamos. Nosotros tenemos la capacidad de ser el loco con la motosierra, de ser un psicópata puritano, de destruir los sueños de los demás, de ser monstruos aterrorizadores, de acosar fantasmalmente o maldecir hasta el fin de los tiempos, de matar, violar, torturar, enloquecer. No está mal en un punto echarle una ojeada a esa oscuridad que toma forma a la distancia.
Pero también el género puede promover un acercamiento, como en el caso de El último exorcismo. Éste se da a través del soporte fílmico, de la cámara digital, pero también con el abordaje a través del falso documental. La distancia se va reduciendo cada vez más y es ahí donde el espectador pierde toda seguridad y se ingresa casi a un estado de pánico puro. El diálogo es tan cercano, que termina siendo casi imposible no involucrarse.
Por eso no deja de hacer ruido la utilización de la banda sonora, que ficcionaliza lo que parece real. Es verdad que se vincula con lo que antes mencionábamos, con el falso documental, pero a la vez somete al público a un alejamiento forzado e improductivo de las acciones. Sin embargo, no deja de reconocerse un riesgo por parte los realizadores del filme, del mismo modo que con el final, donde la vuelta de tuerca no se presenta como un giro piola y astuto, sino como un actitud de poner todo de sí, de tirar la casa por ventana, de jugársela hasta las últimas consecuencias.
Aparte de Eli Roth, hay un nombre que me llama la atención a partir de la película. Se trata del director, el alemán Daniel Stamm, a quien se menciona para hacerse cargo del filme de terror Twelve strangers, producido por M. Night Shyamalan. El autor de El último exorcismo demostró un llamativo talento, basándose en reglas del clasicismo adaptadas a los recursos contemporáneos. Y Shyamalan es un realizador con una impronta propia, reconocible, polémica, talentosa, siempre interesante. La perspectiva de un filme donde se unan estas dos personalidades es una buena noticia para el cine de terror.