Ya pasaron cosas muy malas, pero lo peor está por venir. Cualquier parecido con la realidad nacional es pura coincidencia: estamos hablando de El último hombre, una película posapocalíptica y preapocalípitica a la vez. Porque una serie de catástrofes ambientales y bélicas ya dejaron a la Tierra sumida en días grises y lluviosos a perpetuidad, con la ley del más fuerte imperando entre los hombres, pero algo aun más cruento se avecina: el final definitivo.
Buenos Aires está disfrazada de Blade Runner en esta curiosa coproducción argentino-canadiense que tiene a Liz Solari, Rafael Spregelburd y Fernán Mirás hablando en inglés codo a codo con Hayden Christensen (Anakin Skywalker en los Episodios II y III de Star Wars) y nada menos que Harvey Keitel. Christensen es Kurt Matheson, un veterano de guerra con estrés postraumático que vive como Bob Geldof en The Wall -hay varios guiños a Pink Floyd-, acompañado por un viejo televisor y fantasmas del pasado. Keitel es un predicador que logra sacarlo de su ensimismamiento con sus discursos sobre el desenlace inminente y su llamamiento a una vuelta a lo ecológico y natural.
Hay por ahí, dando vueltas, una patota al estilo de Alex y sus drugos en La Naranja Mecánica. Hay, también, un interés romántico para Kurt. Y un par de personajes que se interponen en este amor y que aparentemente son peligrosos, según se establece en algunos diálogos explicativos. Son todos personajes con gusto a estereotipo, enmarcados en una historia que tampoco se aparta un ápice de un terreno transitadísimo.
La estética es lo mejor: el bajo presupuesto está bastante bien disimulado y se nota el esfuerzo por evitar los derrapes clase B. Que los hay, de todo modos, por culpa de un guión con todos los hilos a la vista. Es una trama esquemática, carente de emoción y cargada de excusas argumentales insustanciales, cuya única función es hacer que todo avance hacia un desenlace previsible.