Abraham Burstein tiene 88 años. Hace más de 60 sobrevivió uno de los genocidios más atroces de la historia, el Holocausto. En Polonia, logró seguir con vida gracias a la ayuda de un amigo, pese a la opinión de la familia. Es de la generación de los últimos testigos del horror, los protagonistas que por su edad se van yendo.
En el Siglo XXI, este anciano testarudo y con una pierna destinada a la amputación vive otra realidad: familia disfuncional, nietos posmodernos, una propuesta para vivir en un hogar de ancianos y la sensación de abandono permanente. Pero en su cabeza hay un recuerdo que data de la década del 40, un gesto humanitario que nunca terminó de saldar. Y así arranca la historia para reencontrarse con su amigo y héroe.
Podemos pensar a El Último Traje como una película de viaje. Un abuelo hace, no sin achaques varios, un recorrido eterno hacia Polonia para cerrar una etapa y quizás comenzar el último tramo de su vida. Pasa por Madrid, por París y, antes de llegar a Varsovia, conoce personajes que lo ayudan en el camino, el cual prevé una escala inevitable en Alemania, cuna del nazismo. Se destacan Ángela Molina, dueña de un hotel con la que Burstein tiene química, y Martín Piroyansky, joven músico al que conoce en un avión.
En la actualidad, realizar una película sobre el Holocausto implica un riesgo. No por el tema, sino por la gran cantidad de historias que se han contado al respecto. El aspecto singular de la película de Solarz es que se focaliza más en la actualidad que en el pasado. De hecho, cuando se muestran los flashbacks -cortos y que no suman mucho, más allá de la valorable reproducción de época- el film empieza a perder ritmo y los 86 minutos se tornan tediosos como el derrotero del protagonista. Por cierto, el relato no abusa de los guiños costumbristas de la cole judía en el país, sino que propone un retrato más universal.
Cabe destacar, a su vez, la efectividad del guion. El director y autor tiene experiencia en éxitos de taquilla y logra abordar un tema de enorme peso histórico para generar empatía sin ahuyentar. Miguel Ángel Solá, finalmente, se roba la historia con una gran caracterización, pese a que el acento polaco tiene altos y bajos. Su performance es el gran atractivo.
El Último Traje se desenvuelve como un cuento chico, una aventura con un trasfondo inmenso. Es tierna por momentos, da bronca en otros, pero entretiene mientras nos habla sobre una etapa de la historia que es importante mantener presente.