El director de Juntos para siempre regresa con una tragicomedia pensada para emocionar y concientizar, pero que no logra su cometido.
No hay nada que esté particularmente mal en El último traje, tragicomedia dirigida por Pablo Solarz. Se trata de una muy cuidada coproducción con Europa, rodada en cuatro países, que narra una historia bienintencionada y protagonizada por un actor de calibre que debe lucir más avejentado de lo que es (Miguel Angel Solá tiene 67 años y su personaje, 88). El problema es que este nuevo film como realizador del guionista estrella de Historias mínimas, ¿Quién dice que es fácil?, Un novio para mi mujer y Me casé con un boludo tiene una misión (conmover y concientizar) y lo hace (lo intenta) con un cine que luce a esta altura un poco anticuado, demasiado subrayado, con una propuesta alegórica obvia, sin demasiados matices ni sutilezas en su exploración del judaísmo, la vejez, las diferencias generacionales y las heridas aún abiertas de la Segunda Guerra Mundial.
El antihéroe del film es Abraham Bursztein, un anciano que ya tiene hasta bisnietos al que sus hijas pretenden venderle el departamento y enviarlo a un geriátrico. Típico viejo gruñón, el protagonista desafiará las decisiones de sus familiares y huirá hacia Polonia para reencontrarse con un amigo que supo luchar con él en la Segunda Guerra Mundial y luego lo ayudó a escapar para darle ese último traje al que alude el título.
Lo que sigue es -en la superficie- una comedia de enredos con elementos de road-movie que en su corazón esconde temas importantes que Solarz quiere que queden siempre muy en claro (incluso apelando a unos flashbacks que quitan más de lo que agregan). Pese a su constante malhumor y a sus malos tratos, Abraham siempre encontrará alguien dispuesto a ayudarlo, ya sea un argentino como Leo (Martín Piroyansky), una española como María (Angela Molina), una francesa o una alemana como Ingrid (Julia Beerhold). La magia del cine hará incluso que Gosia (Olga Boladz), una joven enfermera que apenas lo conoce, sea capaz de abandonar la clínica en la que trabaja y acompañarlo en un largo periplo a Lodz).
Pero, más allá de estos u otros reparos que pueda hacérsele o de algunos planteos que resultan bastante inverosímiles, quizás el mayor pecado de El último traje sea que está formateada para emocionar y no lo hace incluso cuando sobre el final apele a situaciones lacrimógenas.